Los Protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra [1]

30-09-1997 Artículo, Revista Internacional de la Cruz Roja, por Jean de Preux

  ¿Qué son los Protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra del 12 de agosto de 1949 para la protección de las víctimas de la guerra? Como primera respuesta, la Revista propone un texto que, hace diez años, escribió Jean de Preux, con motivo del décimo aniversario de la aprobación de dichos Protocolos. Basándose en una experiencia de varios decenios al servicio del CICR, este otrora asesor jurídico y miembro de la División Jurídica presenta, en unas cuantas páginas, los logros esenciales de 1977 en el ámbito del derecho internacional humanitario.  

  El lector que desee ampliar sus conocimientos podrá consultar la ya extensa bibliografía relativa a esos tratados, a su contenido y significación para el derecho internacional humanitario moderno (véase Bibliografía sucinta, pp. 617-620).  

Nuestro planeta tiene actualmente cinco mil millones de habitantes. En 1863, año de la fundación de la Cruz Roja, y en el que se realizaron los primeros esfuerzos de codificación del derecho en los conflictos armados, tenía mil millones. Durante casi un siglo, la Cruz Roja ha fijado, sucesivamente, su atención en los militares heridos en combate, en las víctimas de los enfrentamientos navales, en los prisioneros de guerra y en las personas civiles abandonadas —en tiempo de guerra— a la arbitrariedad de una soberanía extranjera.

Hoy en día, y sin negar lo que se ha hecho hasta ahora, lo importante es tener una visión diferente, que vaya más allá de ese horizonte y que tenga en cuenta a otras víctimas, las de los conflictos actuales, y también a las víctima s potenciales de los futuros conflictos, la población civil. Ello no puede hacerse sin preocuparse igualmente por el comportamiento de los que combaten. Las armas proliferan, mientras que las opiniones divergentes se arraigan y los conflictos armados limitados se multiplican y se prolongan, a menudo, sin perspectivas de solución.

Ante los miles de millones que se gastan anualmente en armas, por una parte, y los millones de seres humanos, por otra, sólo nos queda velar por que se evite la hemorragia y se limiten los efectos. Este es el reto de los Protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra. No es que los Estados sean ahora menos propensos que en el pasado a salvaguardar ante todo lo que consideran sus intereses nacionales. Pero deben comprender que al proteger a la población civil se protegen a ellos mismos. Al adherirse a un reglamento relativo al comportamiento de los combatientes, garantizan las condiciones necesarias para que se respeten —incluso, y sobre todo, en tiempo de conflicto armado— unas normas mínimas de derecho y un embrión de sociedad.

En cierta forma, el Protocolo adicional I, aplicable en los conflictos armados internacionales, es un conjunto de textos inconexos: el Título II trata de los heridos, de los enfermos, de los náufragos, de las personas fallecidas o desaparecidas, así como de los servicios sanitarios, es decir, de las víctimas de la guerra; el Título III se refiere a la definición de combatiente y su comportamiento y, por ende, al combate; en el Título IV se especifica la conducción de las hostilidades propiamente dichas, pero se abordan también cuestiones de protección civil, de los socorros y de temas relacionados directamente con los derechos humanos. Este heterogéneo conjunto demuestra que la distinción entre el llamado derecho “de Ginebra”, o derecho de las víctimas de guerra, y el denominado derecho “de La Haya”, o derecho relativo a la conducción de las hostilidades y a la administración de los territorios ocupad os, es artificial y ya no existe. El derecho de los conflictos armados es uno solo. Consta de normas de espacio y normas de tiempo. Las normas de espacio, que prescriben dónde está permitido (únicamente en jus in bello) o no está permitido atacar, conciernen sobre todo a la conducción de las hostilidades. Las normas de tiempo determinan el momento a partir del cual surge el deber de respetar e incluso la obligación de asistir y se refieren, por lo tanto, a las víctimas de guerra. Hay una constante correlación entre esos dos tipos de normas.

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No obstante, el origen de los Protocolos no está en la necesidad de revisar los Convenios de 1949, sino en la de completarlos debido a la aparición progresiva de dos elementos principales. En primer lugar, las nuevas fuerzas que se manifiestan en la conducción de las hostilidades, tendentes a extender el campo de batalla más allá de cualquier límite, lo cual hace correr grandes riesgos a la población civil. En segundo lugar, las nuevas formas que toman los conflictos armados y que no es posible pasar por alto o silenciar.

La protección de la población civil contra los efectos de las hostilidades es una cuestión esencial. A ella se refiere explícitamente no sólo el Título IV, sino también el Título II y el Protocolo en general. Desde que terminó la Primera Guerra Mundial, las fuerzas aéreas pueden atacar, prácticamente, todo el territorio del adversario y su utilización no ha sido reglamentada. Actualmente, la tecnología está tan perfeccionada en este campo —por ejemplo, en materia de misiles— que ninguna fuerza puede oponerse a esas armas, como no sea... la fuerza del derecho, la cual tiene al menos la ventaja de recordar que la supervivencia de toda sociedad reposa, en definitiva, en el derecho: ubi societas, ibi jus. A pesar de los terribles bombardeos de la Segunda Guerra Mun dial, los redactores de los Convenios de 1949 no abordaron este tema. Pero mucho más terribles aún que los bombardeos fueron las tropelías cometidas en los territorios ocupados, o en el territorio de las Partes en conflicto, contra ciertas categorías de la población civil. Por eso, el Convenio de Ginebra relativo a la protección debida a las personas civiles en tiempo de guerra (IV Convenio de 1949) tiene como finalidad proteger, ante todo, a las personas civiles contra la arbitrariedad o el abuso de poder de una potencia de la que no son súbditos. Concierne a las personas civiles en territorio enemigo y a los habitantes de los territorios ocupados. El Protocolo I se limita a completar estas disposiciones protectoras mediante normas de salvaguardia en favor de las categorías más vulnerables de toda la población civil sin distinción. Incluye, además, una lista de garantías fundamentales, especie de minicatálogo de los derechos humanos, que debería beneficiar asimismo a toda persona afectada por una situación de conflicto armado.

De la misma manera en que los defensores de una fortaleza se esfuerzan por proteger la parte más expuesta de la muralla, los redactores del Protocolo I tuvieron, anto todo, que prestar atención a la falta de protección de la población civil contra los efectos de las hostilidades. Para poner remedio a esto, el Protocolo contiene tres tipos de disposiciones: principios fundamentales, normas de aplicación y medidas de asistencia.

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Los principios fundamentales reconocidos por el derecho consuetudinario figuran —formulados generalmente de otro modo— en el TítuloIII. En una época en que el desarrollo técnico puede ocasionar pérdidas y estragos prácticamente ilimitados, el artículo 35 recuerda, oportunamente, que el derecho de las Partes en conflicto a elegir los métodos o medios de hacer la guerra no es ilimitado. Sin embargo, no se pronuncia específicamente sobre las armas, aunque prohíb e las que causen males superfluos (con respecto a la operación militar en curso y al objetivo militar que debe neutralizarse) y reafirma la necesidad de proteger el medio ambiente. La lealtad y la humanidad han hecho siempre la distinción entre los combatientes y los salteadores de caminos. En el Protocolo se confirman las normas esenciales en ese ámbito y se invita a todos los Estados Partes en los Convenios a participar en esa reafirmación de los principios reconocidos por todos los ejércitos del mundo.

Sin embargo, la protección de la población civil contra los peligros de la guerra moderna exige aún más, ya que implica por parte de los Estados miembros de la comunidad internacional una verdadera toma de conciencia de sus responsabilidades al respecto. En el Protocolo se afirma también que “las Partes en conflicto harán distinción en todo momento entre población civil y combatientes, y entre bienes de carácter civil y objetivos militares”. Esta distinción se impone al Estado en guerra incluso con respecto a su propia población, ya que sólo así podrán las Partes en conflicto “dirigir sus operaciones únicamente contra objetivos militares”. El Título IV contiene todas las normas necesarias para garantizar el cumplimiento de esta obligación, que expresa la esencia misma del Protocolo en materia de protección de la población civil y, con ello, reafirma ciertas normas tradicionales, las desarrolla si es necesario y no vacila en establecer otras.

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Además de la confirmación de los principios fundamentales ya mencionados, el Protocolo especifica que se prohíben los ataques, cuando sea de prever que causarán incidentalmente muertos y heridos entre la población civil, o daños a bienes de carácter civil, que serían excesivos en relación con la ventaja militar concreta y directa prevista.

Con ello se recuerda el principio de la proporcionalidad y la prohibición de los ataques indiscrimi nados, que siempre se consideraron prohibidos y que ahora lo son formalmente. Lo mismo sucede con los ataques cuya finalidad es sembrar el terror en la población civil: la definición de personas civiles, de población civil y de bienes de carácter civil, en contraposición a las fuerzas armadas y a los objetivos militares, que son los únicos objetivos legítimos de ataque, es indispensable para la aplicación del principio de la distinción. En el Protocolo se exponen esas definiciones de forma detallada. Por último, va más allá de las normas reconocidas hasta la fecha, prohibiendo las represalias contra la población civil y los bienes de carácter civil, garantizando sin equívocos la protección de los bienes que constituyen el patrimonio cultural o espiritual de los pueblos, declarando ilegal el método de guerra consistente en hacer padecer hambre a la población civil, prohibiendo los ataques que puedan causar daños extensos, duraderos y graves al medio ambiente o poner en peligro la salud o la supervivencia de la población, así como la destrucción de obras que contienen fuerzas peligrosas. Por lo que respecta a quienes conducen las operaciones militares, deben tomar las precauciones necesarias para que se respeten estas disposiciones y que los ataques se dirijan contra el adversario y no contra las personas civiles.

Indudablemente, estos objetivos son muy ambiciosos, pero ello se justifica por la existencia y la presencia de todos esos seres indefensos ante el formidable arsenal de los modernos medios de destrucción. La ciencia avanza a pasos agigantados debido a la imaginación, a la tenacidad y el rigor de los investigadores. Pero no hay razón alguna para que tenga el monopolio de la inteligencia y del progreso. La buena fe, esa norma fundamental que es para el jurista lo que el rigor ante los hechos es para el hombre de ciencia, debe permitir que el derecho se ponga a la altura de los crecientespeligros que entraña, para la población civil, la evolución de las técnicas modernas.

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Por lo que atañe a las medidas de asistencia, se exponen, en primer lugar, en el Título II consagrado a los heridos, enfermos y náufragos. El Convenio de Ginebra para aliviar la suerte que corren los heridos y los enfermos de las fuerzas armadas en campaña (I Convenio de 1949) protege a los heridos y enfermos de los ejércitos, al personal sanitario y religioso adscrito a estas fuerzas, así como sus establecimientos y unidades, su material y sus medios de transporte. El Convenio relativo a las fuerzas armadas en el mar (II Convenio de 1949) otorga las mismas ventajas en el ámbito marítimo. Como la población civil y las personas civiles no son objetivos lícitos de ataque, no había, en realidad, necesidad de aprobar disposiciones relativas a la protección de los heridos, enfermos y náufragos civiles.

No obstante, la experiencia ha demostrado que, de hecho, las personas civiles también son víctimas de las operaciones militares y, para reducir a un mínimo su número, fueron necesarias las normas relativas a la conducción de las hostilidades. Pero, dada la potencia actual de los armamentos, hay que admitir que, incluso respetando las normas del Protocolo, son inevitables las bajas entre la población civil.

Por lo tanto, para socorrer a esas víctimas de actos no intencionales y poco menos que inevitables, el Protocolo extiende la protección del I y II Convenio de Ginebra a todos los heridos y enfermos, incluidos los heridos y enfermos civiles, así como a los servicios sanitarios civiles, que —si están controlados por el Estado— podrán ostentar asimismo el signo protector de la cruz roja o de la media luna roja. En cuanto a los heridos de las fuerzas armadas, también podrán ser socorridos por la aviación sanitaria.

La acción humanitaria en favor de la población civil se beneficia, además, de las disposiciones relativas a la búsqueda de desaparecidos, a las acc iones de socorro que deben ser autorizadas mediante un control adecuado, a las medidas de preferencia en favor de las mujeres y de los niños y a los servicios de protección civil.

Mediante todas estas normas, el Protocolo confirma que la guerra se hace, si es que debe hacerse, contra el enemigo, es decir, literalmente, contra los que desean perjudicar y no contra las personas indefensas. Lo importante y fundamental es que se tomen las medidas de aplicación correspondientes.
 

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Los conflictos armados contemporáneos no sólo se caracterizan por la aparición de nuevas fuerzas, sino también de nuevas formas. La guerrilla está presente en la mayoría de los campos de batalla modernos: es fluida, ligera, ágil, móvil, clandestina y pretende ser inaprensible. Hunde sus raíces en la población, la cual está amenazada en nuestros días —al menos virtualmente— por las armas modernas. O sea, que los viejos esquemas están desquiciados. En los países del tercer mundo, el orden jurídico internacional humanitario existente está deplorablemente mancillado de centrismo europeo. Según el derecho consuetudinario, y el III Convenio de Ginebra (artículo 4), el estatuto de los miembros de una guerrilla pertenecientes a una de las Partes en conflicto y, por consiguiente, su estatuto de prisionero de guerra en caso de que caigan en poder del enemigo sólo se reconoce si cumplen las siguientes condiciones: estar mandados por una persona que responda de sus subordinados, tener un signo distintivo fijo y reconocible a distancia, llevar las armas a la vista, dirigir sus operaciones de conformidad con las leyes y costumbres de la guerra. En caso de invasión, se autoriza provisionalmente la resistencia por parte de la población civil (hasta que haya tenido tiempo de organizarse) si ésta “lleva las armas a la vista y respeta las leyes y costumbres de la guerra” (es decir: “levantamiento en masa”). En cuanto a los casos no compren didos en las disposiciones reglamentarias, las poblaciones y los beligerantes quedan “bajo la salvaguardia y el imperio de los principios del derecho de gentes, tales como resultan de los usos establecidos entre las naciones civilizadas, de las leyes de humanidad y de las exigencias de la conciencia pública” (cláusula de Martens).

En los conflictos armados contemporáneos, los guerrilleros no respetan —salvo raras excepciones— la obligación de ir uniformados o de llevar un signo distintivo fijo, reconocible a distancia. Por consiguiente, el guerrillero, que no suele respetar esa obligación, no tiene derecho al estatuto de prisionero de guerra en caso de ser capturado. Sin embargo, esta sanción jamás los ha disuadido de proseguir su lucha y tampoco los alienta a respetar el derecho de los conflictos armados, ya que ese derecho no reconoce, de todas formas, su condición de combatientes. Por eso, el Protocolo es menos exigente por lo que respecta al porte permanente de un signo distintivo, que los guerrilleros consideran totalmente incompatible con el éxito de sus operaciones. En el Protocolo sólo se exige que el guerrillero se distinga de la población civil mediante un signo visible durante un ataque o una operación militar preparatoria de un ataque. Y lo que es más, en una situación excepcional (territorio ocupado, conflicto desigual entre fuerzas clásicas y fuerzas guerrilleras), basta que el guerrillero, para distinguirse de la población lleve sus armas abiertamente durante todo enfrentamiento militar y durante el tiempo en que toma parte en undespliegue militar previo al lanzamiento de un ataque. Si es sorprendido en flagrante delito de infracción de esta disposición, ya sea por no llevar las armas abiertamente, o porque invoque de modo abusivo el derecho de limitarse a esta distinción, cuyo ejercicio debe controlar la autoridad de la que depende, pierde su estatuto de combatiente. Entonces es simplemente una persona civil contra quien pueden emprenderse diligencias penales por port e ilegal de armas o por cualquier acto hostil que haya cometido; no obstante, sigue gozando de las garantías de procedimiento reconocidas a los prisioneros de guerra durante el juicio.

Así pues, no es que el derecho “siga” a los hechos, según la manida fórmula, sino que se esfuerza por reglamentarlos. Ese guerrillero reconocido por el Protocolo está sometido a un régimen de disciplina interna que garantiza el respeto del derecho internacional aplicable en los conflictos armados y es responsable de cualquier infracción cometida contra esas normas. No está legitimado para hacer la guerra a título individual o privado. Debe pertenecer a fuerzas armadas organizadas, a las órdenes de un jefe, que es responsable de sus subordinados ante una Parte en el conflicto. Esta no puede olvidar la obligación que tiene de respetar el derecho de los conflictos armados, so pena de desacreditar a las fuerzas que la representan e incluso de descalificarse a ella misma.

Rehusar estas normas no haría desaparecer a las guerrillas. Aceptarlas y aplicarlas de buena fe por una y otra parte, procurando siempre no comprometer la suerte de la población civil, es la única solución que existe actualmente para acabar con la anarquía que reina en ese ámbito.

Incluso una Parte en conflicto “representada por un Gobierno o una autoridad no reconocidos por una Parte adversa” puede tener que aplicar estas normas. Esta cláusula se refiere, en particular, a las guerras de liberación nacional, emprendidas en el ejercicio del derecho de los pueblos a la libre determinación, consagrado en la Carta de las Naciones Unidas y que, por lo tanto, son considerados en el Protocolo como conflictos armados internacionales.

Cuando se elaboraron los Protocolos, eran aún muchos los casos en los que el reconocimiento de un nuevo Estado sólo se había logrado tras un enfrentamiento de fuerzas y no después de un proceso democrático. Por ello, la mayoría d e los miembros de la Conferencia Diplomática reclamó, y logró, que se inscribieran las guerras de liberación nacional en el ámbito de aplicación del Protocolo.

Por último, el Protocolo I es también un complemento de los Convenios de 1949 en diversos ámbitos: mejora el procedimiento de designación de las Potencias protectoras, invita a las Sociedades Nacionales de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja a formar personal calificado en derecho internacional humanitario y exhorta a las Partes en conflicto a facilitar la labor humanitaria de esas Sociedades en favor de las víctimas de los conflictos. Instituye asesores jurídicos para las fuerzas armadas, especifica los deberes y las responsabilidades de los jefes militares, en particular por lo que respecta a las omisiones, se esfuerza por constituir comisiones de encuesta para los casos de infracciones denunciadas y establece una lista de las infracciones graves del Protocolo, para las que exige una sanción.

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El Protocolo adicional II, relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional, completa el artículo 3 común a los Convenios. Prácticamente todos los principios del artículo 3, que ya se encuentran, por ejemplo, en las denominadas leyes de Lieber, proceden del derecho consuetudinario aplicable en los conflictos armados internacionales. En caso de desacuerdo sobre el carácter del conflicto —internacional o no internacional—, siempre puede aplicarse el artículo 3, el cual, desde 1949, ha sido de gran utilidad en cualquier situación de conflicto armado interno entre fuerzas armadas organizadas. Sin embargo, la amplitud, la frecuencia y la violencia de esos conflictos exigían que se aprobaran normas más detalladas.

A este respecto, el Protocolo II aporta mejoras sustanciales. Se otorgan garantías fundamentales a todas las personas que no participen en las hostilidades, en particular a las p rivadas de libertad o contra las cuales se emprendan diligencias penales. Se protege, muy especialmente, a los heridos, enfermos y náufragos, al personal sanitario y religioso, así como a las unidades y medios de transporte sanitario, que pueden ostentar el signo distintivo protector de la cruz roja o de la media luna roja. La misión médica es objeto de una protección general. La población civil, los bienes indispensables para la supervivencia, las obras e instalaciones que contienen fuerzas peligrosas, los bienes culturales y los lugares de culto también son objeto de disposiciones destinadas a protegerlas de las hostilidades. Salvo excepciones, se prohíben los desplazamientos forzados. El Protocolo también incluye acciones de socorro de carácter exclusivamente humanitario e imparcial, que deben realizarse sin distinción alguna de carácter desfavorable.

Indudablemente, estas concesiones necesarias sólo se lograron de los Gobiernos al precio de un ámbito de aplicación relativamente limitado. La preocupación de preservar la soberanía del Estado y el temor de que la lucha contra los insurgentes o disidentes resultara obstaculizada no permitió que este Protocolo alcanzara un campo de aplicación comparable al del artículo 3 común, como hubiera sido de desear, desde el punto de vista humanitario. No obstante, este Protocolo establece, para los conflictos armados sin carácter internacional, normas reconocidas como tales por la comunidad internacional. En este sentido, supone un progreso cuyos resultados deberían hacerse sentir no sólo en situaciones en que su aplicabilidad está formalmente reconocida, sino en todos los conflictos armados sin carácter internacional.

  Notas:  

1. Artículo publicado en la RICR , n° 81, mayo-junio de 1987, pp. 262-271.



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