Reflexiones sobre la relación entre organismos que prestan servicios en el ámbito humanitario y medios de información

31-12-1998 Artículo, Revista Internacional de la Cruz Roja, por Urs Boegli

A menudo, los conflictos modernos están rodeados de un vacío de comunicación, y ya es hora de que se haga algo al respecto.
 

Hoy, aquellos que participan en la guerra parecen tener menos deseos que nunca de hacerse oír y, las más de las veces, con razón. En esta época de la postguerra fría, a los beligerantes ya no les importa tanto como antaño lo que piense el resto del mundo. Ya no temen molestar o poner en un aprieto a sus patrocinadores; de hecho, en la mayoría de los casos, ya ni siquiera tienen patrocinadores, ni los necesitan. Ya no sueñan —como lo hacían tantos movimientos de liberación nacional hace algunos decenios— con pronunciar discursos ante las Naciones Unidas en Nueva York. A muchos de ellos no les preocupa en absoluto su imagen internacional, ni el mundo exterior.
 

Los demás «actores clave» en esas crisis —los actuales activistas internacionales: organizaciones como el CICR, representantes gubernamentales y funcionarios militares con un cometido internacional— también prefieren guardar silencio. También ellos tienen motivos válidos. Algo se está tramando; algo que requiere un esmerado proceso de preparación, un endeble edificio que la más mínima publicidad podría derrumbar. Por ejemplo, cuando el CICR está gestionando el intercambio de un prisionero entre dos Estados mutuamente hostiles, de poco sirve que un periodista telefonée al respecto diez días antes. Es probable que la situación sea tan delicada en ese momento que la única actitud razonable sea el silencio. Pero hay, asimismo, razones de muy poco peso para guardar silencio; por ejemplo, cuando los diplomáticos nada tienen que decir porque —como ocurre, a menudo, en estos tiempos— la voluntad política no aborda los problemas políticos políticamente.
 

A la naturaleza no le gusta el vacío, y los ambiciosos organismos de asistencia humanitaria tienden a rellenar el hueco dejado por aquellos que podrían hacer cambiar las cosas y que deciden retirarse. Las organizaciones humanitarias tienen objetivos que son evidentemente diferentes de los de diplomáticos, fuerzas para el mantenimiento de la paz y otros. Sienten frecuentemente la necesidad de adoptar una postura. A pesar de que ese deseo está, a menudo, basado en cuestiones de recaudación de fondos y en los requisitos que esto presupone para atraer más la atención del público, hablar claro es, asimismo, emocionalmente agradable y gratificante para el yo. La «comunicación» resultante tiende a ser breve y estridente, porque tal es su naturaleza, pero también porque la atención de que se es objeto no da tiempo para explicar lo que realmente está pasando. Los agentes humanitarios, que, a menudo, posan con bebés moribundos en sus brazos, se han convertido en la primera fuente de información de muchas zonas en conflicto, pero su mensaje se resume a unos cuantos planos y retazos de sonidos condensados en un espacio de dos minutos y medio.
 

El resultado es que los temas de índole puramente humanitaria (por ejemplo, cómo salvar la vida de personas famélicas) han predominado recientemente en los reportajes relativos a acontecimientos polifacéticos. Son demasiados los desastres de origen político —para los que sólo caben soluciones políticas— que son calificados como «crisis humanitarias». Una persona de Médicos sin Fronteras explicó esto en términos muy claros cuando dijo que una violación es una violación —a nadie se le ocurriría llamarla «desastre ginecológico». Pero son muchos los conflictos a los que se hace repetidamente referencia en términos de «desastres humanitarios» cuando, en realidad, son mucho más que eso. Esto encauza la respuesta internacional en la dirección errónea, hacia una acción puramente humanitaria, cuando lo que s e requiere es acción política . En una época en que la información televisada es instantánea y gráfica, los políticos tienen poca valentía para tomar las difíciles decisiones que se imponen, como son, a veces, el envío de tropas para restaurar el orden en situaciones que entrañan la amenaza —electoralmente indeseable— de que haya víctimas. Los dirigentes políticos tienden, cada vez más, a desentenderse. La acción humanitaria, en cambio, siempre es factible, y a un bajo coste político. Es debidamente filmada y mostrada a un público admirado, deformándose, inevitablemente, la realidad que se oculta tras el «acontecimiento».
 

Otros aspectos de la desproporcionada contribución de la labor informativa dedicada a las actividades humanitarias son sus eventuales repercusiones para la seguridad de quienes despliegan dichas actividades, así como en cuanto a su acceso a las personas a las cuales intentan ayudar. Al igual que otras muchas organizaciones, el CICR está convencido de que las declaraciones improvisadas pueden ser muy arriesgadas. Es algo que el presentador del noticiario de la BBC Nik Gowing denomina «la tiranía del tiempo real», el hecho de que el más mínimo paso en falso durante una entrevista pueda difundirse instantáneamente a todo el mundo, produciendo daños incalculables y sorprendentes, en los lugares más inesperados. Una reciente experiencia realizada por el CICR sobre el terreno viene a corroborarlo. 1996 fue el annus horribilis del CICR, año en el quefueron asesinados nueve de nuestros colaboradores expatriados, seis de ellos en Chechenia. A los pocos días de haberse cometido los asesinatos en Chechenia, un joven soldado —uno de los denominados «nuevos guerreros» de África— se acercó a un delegado del CICR —quizá demasiado emprendedor—, y le dijo: «¡Si no te andas con cuidado, te puede pasar lo mismo que a los de Grozni! » Era escalofriante. Era una verdadera amenaza que nos hizo da rnos cuenta de lo rápidamente que corren las noticias hoy en día, y del problema que eso puede suponer. Las personas con las que uno se encuentra en medio del monte probablemente tienen acceso a una antena parabólica en algún lugar. Gracias a CNN o a BBC World , se enteran de cómo funcionan las cosas; se dan cuenta de lo vulnerables que son los organismos que prestan socorros; y se sirven de esos conocimientos.
 

La reacción del CICR ante esta realidad no es comunicar menos. Al contrario, de alguna forma hemos de llegar hasta los agentes de los conflictos modernos; no es tarea fácil, cuando los beligerantes son jovenzuelos armados hasta los dientes y totalmente «colocados». Paralelamente, necesitamos, asimismo, establecer una mejor comunicación con el tipo de medios de información que retransmiten los largos programas de fondo/debate, bien entrada la noche.
 

Esto nos lleva al problema de la denuncia. El CICR se mostró extremadamente cauteloso y reservado durante la Segunda Guerra Mundial, guardándose para sí, en cierto momento, lo que sabía sobre los campos de concentración, porque temía las consecuencias que un llamamiento público pudiera tener para sus actividades relacionadas con los prisioneros de guerra. Luego, hubo muchos exámenes de conciencia, y, hoy, es evidente que hay veces en que un imperativo ético obliga a hablar. Sin embargo, se sobreestima mucho el hecho de hacer público un asunto como medio para obtener un cambio eficaz. Hablo por experiencia propia, como una de las personas que ha hablado con representantes de los medios de información acerca del general Mladic y la limpieza étnica, y que ha hecho gestiones ante el propio general Mladic sobre la limpieza étnica. Hablar con los medios de información es más fácil, créanme. No obstante, el hecho es que, hoy, uno puede denunciar a quien quiera, sin que por ello aparezca la caballería al rescate. En c onsecuencia, los organismos que prestan asistencia humanitaria deberían pensárselo dos veces antes de optar por esa solución. Deberían considerar el imperativo ético —como último recurso—, pero no abusar de la censura cuando la reacción que cabe esperar no tiene parangón con el problema.
 

Retrospectivamente, lo que hace que el dilema con el que se enfrentó el CICR durante la Segunda Guerra Mundial sea tan horroroso, es la impresión de que, a pesar de que el CICR, los aliados y unos cuantos más conocían esos espantosos hechos, no revolvíamos Roma con Santiago. Es poco probable que esa situación pudiera darse hoy, puesto que aquellos que tienen el poder de cambiar las cosas podrían —pueden— tener libre acceso a esa información. El problema es más bien la falta de voluntad política para tomar las oportunas medidas.

Por último, respondiendo al exagerado interés de los medios de información por asuntos de índole humanitaria, deberíamos admitir la complejidad que, a menudo, entrañan estas situaciones. Si nos ocupamos de un conflicto, describámoslo como tal; si su origen es una crisis política, hablemos de crisis política. Toda respuesta humanitaria merece cierta atención, pero no toda. El público tiene derecho a saber lo que está sucediendo realmente; no hay motivo para encubrir la importancia de la complejidad inherente. Habría que presentar una visión más completa.

Desafortunadamente, recabar y transmitir información sobre complejas urgencias es un proceso difícil y laborioso que requiere preparación. Lo mismo da ser agente humanitario que periodista; se precisa tiempo para comprender. Las organizaciones humanitarias tienen que aprender a divulgar información sobre situaciones polifacéticas de forma más clara y creíble. En 1984, cuando los organismos de socorro tenían una mejor reputación que hoy tienen, aquella gran iconoclasta, Germaine Greer, escribió algo sobre la hambruna etíope de aquella época, que a mí me pareció erróne o, injusto y ciertamente inadecuado por lo que atañe a mi propia organización. Aun así, su declaración se me quedó grabada en la mente: había que estimular y apoyar a los agentes humanitarios, pero, por Dios, no creerlos. Era terrible decir eso; espero que sea falso. Pero, para nosotros es saludable recordar siempre ese duro juicio e intentar demostrar que ella se equivocaba.

Si no se sabe una cosa, siempre se puede decir, «no lo sé». No hay justificación para la improvisación. Quizá se pueda decir, «nadie lo sabe», porque, a menudo, es el caso. Las simplificaciones no son buenas. Conozco a unas cuantas personas de organismos humanitarios que siempre se han mostrado muy contentas con estadísticas monumentales, como la de los jemeres rojos que mataron a un millón de personas —quizá, incluso a dos millones, según un reciente cálculo—, o el número de casos de violación en Bosnia, o el número de personas civiles inocentes que perecieron en ex Yugoslavia. El CICR tenía ese problema cuando declaró que había 110 millones de minas terrestres sembradas en el mundo, una cifra de la ONU que utilizamos con bastante libertad. Cuando un organismo británico lo cuestionó, tuvimos que dar marcha atrás rápidamente. Las cifras alarmantes aumentan las posibilidades de aparecer en el noticiario de la noche; hay mucha demanda de ellas. Pero, si no se sabe quién hizo el cálculo, hay que pensárselo dos veces o, de lo contrario, es posible que haya que arrepentirse por falta de prudencia.
 

Por último, hay que decir que los organismos de socorro ya no son los únicos que saben lo que ocurre sobre el terreno. Cuando comencé a trabajar para el CICR, los periodistas hacían cola delante de nuestras oficinas sobre el terreno, porque nosotros íbamos más lejos y sabíamos más. Pero el periodismo ha evolucionado desde entonces, convirtiéndose en una profesión muy dura. Basta pensar en los riesgos que corren muchos periodistas en nuestros días. Algunos saben más que los agentes de socorro, o al menos tanto como ellos. Esta realidad debería servir para fomentar el diálogo.

En conclusión, si nos atenemos a los hechos y no vacilamos en admitir que el mundo es un espacio complejo, si apreciamos el valor que tiene molestarse en escuchar a quienes realmente conocen la situación, si nos mostramos cautelosos, si espontáneamente desconfiamos de las alarmantes cifras que, tan a menudo, surgen inesperadamente en nuestro trabajo, entonces, al menos, estaremos haciendo algo para lograr una mayor credibilidad. Y la credibilidad es vital.
 
 
  Urs Boegli   es Jefe del Servicio de Prensa del CICR. Con anterioridad, trabajó como delegado y como jefe de delegación del CICR en muchas zonas en conflicto.
 

El presente artículo se basa en un discurso pronunciado por el autor en una conferencia celebrada en Londres: «Dispatches from Disaster Zones» (mayo de 1998).

Original : inglés