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Desarrollo y Principios del Derecho Internacional Humanitario.

31-12-1986

Texto de un curso impartido por Jean Pictet, el año 1982, en la Universidad de Estrasburgo. El autor describe la evolución del pensamiento humanitario y de la práctica de los Estados, de la Antigüedad hasta nuestros días, y hace una reseña histórica de la larga elaboración de los cuatro Convenios de Ginebra y de sus Protocolos adicionales después, examina los principios del derecho internacional humanitario, los principios comunes al derecho humanitario y a los derechos humanos, los principios relativos a la protección de las víctimas de los conflictos armados y al derecho de la guerra. Por último, responde a algunas cuestiones fundamentales y a críticas frecuentemente formuladas, y hace una reflexión sobre la naturaleza profunda del derecho internacional humanitario, su relación con el Estado y con el individuo.

Índice del libro

  Curso dado el mes de julio de 1982 en la Universidad de Estrasburgo en el marco de la Reunión de Enseñanza organizada por el Instituto Internacional de Derechos Humanos  

     

 

RESEÑA BIOGRÁFICA

   

INTRODUCCIÓN

   

LA      EVOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO HUMANITARIO Y DE LA PRÁCTICA DE LOS ESTADOS EN EL      TRANSCURSO DE LAS EDADES

   
  • La Antigüedad
  • La Edad Media
  • Los tiempos modernos
  • La fundación de la Cruz Roja
   

LA      ELABORACIÓN DE LOS CONVENIOS HUMANITARIOS Y SU APLICACIÓN

   
  • El Convenio de Ginebra para la protección de los heridos de guerra
  • El Convenio marítimo
  • El estatuto de los prisioneros de guerra
  • La protección de las personas civiles contra la arbitrariedad
  • Los conflictos internos
  • El derecho de la guerra
   

LOS PRINCIPIOS DEL DERECHO INTERNACIONAL HUMANITARIO

   
  • Preámbulo
  • Principios fundamentales
  • Principios comunes
  • Principios aplicables a las víctimas de los conflictos
  • Principios propios del derecho de la guerra
   

LA NATURALEZA DEL DERECHO HUMANITARIO

   
  • El derecho de la guerra
  • El derecho y el Estado
  • El derecho y el individuo
   

BIBLIOGRAFÍA SUCINTA

 

Primera parte del curso

  LA EVOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO HUMANITARIO Y DE LA PRÁCTICA DE LOS ESTADOS EN EL TRANSCURSO DE LAS EDADES (1)

  1. La Antigüedad  

  2. La Edad Media  

  3. Los tiempos modernos  

  4. La fundación de la Cruz Roja  

Se sabe hoy que el derecho sigue a los hechos más bien que precederlos. Puede también afirmarse que uno de sus elementos fundamentales es la continuidad, la permanencia, ya que el derecho se forma por la costumbre. Por esta razón -aunque no siempre nos percatemos de ello- la historia ocupa un lugar tan importante en el estudio de las disciplinas jurídicas.

Así pues, vamos a esbozar lo que fue la evolución del pensamiento humanitario en el transcurso de las edades y vamos a ver a través de qué hechos se ha forjado el derecho cuyo estudio abordamos.

Proteger al hombre contra los males de la guerra y de la arbitrariedad no es una idea nueva. Fuente de agua viva alumbrada en la noche de los tiempos, su caudal ha crecido sin cesar para llegar hoy a nuestros pies como una ola gigantesca.

La suma de esfuerzos que esta idea ha suscitado sigue la curva ascendente de la civilización, a la cual está indisolublemente vinculada. Como la civilización, ha registrado aceleraciones bruscas, períodos de estancamiento, retrocesos temporales,

jalonando de piedras miliares, blancas o negras, la larga r uta de la historia.

Para hablar sencillamente, estos éxitos, estos fracasos no son sino episodios de la lucha formidable que están librando, desde el origen de la sociedad, los que quieren preservar, unir y liberar al hombre contra quienes quieren dominarlo, destruirlo o esclavizarlo -aspecto de la eterna oposición de «eros» y «thanatos», por lo demás complementarios y estrechamente relacionados entre sí.

El estudio que vamos a realizar nos mostrará que es posible refrenar la violencia, mitigar los sufrimientos y evitar la muerte inútil. Veremos también lo largo y lo arduo que es el camino que conduce a esta universalidad, sin la cual nada de grande y de duradero podrá edificarse.

  1. La antigüedad  

El derecho humanitario tiene raíces mucho más profundas de lo que creyeron, durante mucho tiempo; los autores europeos, cortos de vista, quienes mantuvieron que sus orígenes databan de finales de la Edad Media. En realidad, las leyes de la guerra son tan antiguas como la guerra misma, y la guerra tan antigua como la vida en la tierra.

Los naturalistas modernos han llegado incluso a distinguir, en los sombríos estupores del mundo animal, como un rudimento de reglas de combate. Así, entre los individuos de una misma especie, el instinto de agresión no va, por regla general, hasta la muerte del antagonista. El combate singular tiene sus formas: los ciervos sólo luchan topándose cuernos contra cuernos y, cuando dos lobos o dos perros miden sus fuerzas, el que siente que va a ser vencido cede y, a veces, expresa una especie de rendición tendiendo su cuello hacia el vencedor, el cual, por su parte, no da el mordisco fatal (2).

En las primeras sociedades humanas, reinaba todavía, con la mayor frecuencia, la ley de la jungla: al triunfo del más fuerte o del más desleal seguían matanzas horre ndas y atrocidades sin nombre. El código del honor prohibía a los guerreros rendirse: debían vencer o morir sin remisión. No obstante, ya en esta fase, y sobre todo por lo que atañe a los pueblos sedentarios, se observan veleidades de mitigar los horrores de los combates. La prehistoria nos enseña que se asistió a los heridos de las grandes batallas de la época neolítica: en numerosos esqueletos aparecen reducciones de fracturas e incluso trepanaciones.

El estudio de las tribus salvajes de hoy permite saber lo que era el hombre primitivo en los albores de nuestra sociedad. Así, entre los papúes de Nueva Guinea, donde las tribus están en estado de guerrilla permanente, se previene al adversario públicamente, antes de comenzar las hostilidades, y se espera a que estén listos los dos ejércitos; para no causar demasiado mal, las flechas no están emplumadas; finalmente, la batalla cesa durante quince días, tan pronto como un hombre cae muerto o herido; y tanto se respeta esta tregua que se retiran los centinelas de una y otra parte.

«En conjunto, escribe Quincy Wright (3), en los métodos de guerra de los pueblos primitivos se puede encontrar la ilustración de los diversos géneros de leyes internacionales de la guerra actualmente conocidas; leyes que distinguen diferentes categorías de enemigos; reglas que determinan las circunstancias, las formalidades y el derecho a comenzar y a terminar una guerra; reglas que prescriben límites en cuanto a las personas, a las estaciones del año, a los lugares y a la conducción de la guerra; e incluso reglas que ponen la guerra fuera de ley.»

Así, pueden citarse, más en concreto, la igualdad de oportunidades dadas a los protagonistas del combate singular -origen de los preceptos de la caballería-, la inmunidad ofrecida al huésped extranjero, incluso enemigo, y a quienes hayan encontrado refugio en los templos. Según algunos autores, estas costumbres se explican, en parte, por el miedo superstici oso a una venganza de los dioses o al espíritu de las víctimas, y por el deseo de restablecer relaciones normales con una tribu vecina.

¿Qué ocurrió a este respecto en las grandes civilizaciones de la antigüedad, es decir, entre los años 3.000 y 1.500 antes de nuestra era? La economía en esas sociedades estaba fundada sobre la esclavitud practicada en gran escala, lo único que hizo posible irrigar las tierras desérticas. Así pues, pueblos enteros fueron arrojados a la esclavitud para trabajar la tierra y erigir esas grandes construcciones cuyos vestigios aún hoy maravillan. Este hecho comporta un progreso real, aunque nos parezca execrable la institución de la esclavitud: desde entonces se perdona más frecuentemente la vida a los enemigos capturados (4). De este modo, de un interés material, incluso sórdido, nace, a veces, un bien para el hombre.

Los ejemplos de humanidad dados por ciertos monarcas y por algunas naciones son tanto más notables cuanto que eran todavía raros. Al principio, destellos aislados en una noche oscura serán, después, creciente resplandor que llenará el mundo con su claridad. Pero del crecimiento de las ciudades, de la organización de las naciones y del desarrollo de las relaciones entre los pueblos nacieron, hacia el año 2.000, las primeras reglas de lo que más tarde se llamará derecho internacional.

Para los sumerios, la guerra era ya una institución organizada, con declaración de guerra, arbitraje probablemente, inmunidad de los parlamentarios y tratado de paz. Hamurabi, rey de Babilonia, promulgó el famoso código que lleva su nombre y que comienza con estas palabras: «Prescribo estas leyes para impedir que el fuerte oprima al débil». Se practicaba la liberación de los rehenes mediante rescate.

La cultura egipcia testimonia consideración para con el prójimo. En las «siete Obras de la verdadera Misericordia» se prescribe «dar de comer a los hambrientos, dar de beber a l os sedientos, vestir a los desnudos, alojar a los extranjeros, liberar a los prisioneros, asistir a los enfermos, enterrar a los muertos». Un mandamiento del segundo milenio dice: «Hay que dar su alimento también al enemigo». El huésped, aunque fuese adversario, era intangible.

Se descubrió sólo recientemente la civilización de los hititas y ahora se sabe que, en la guerra, tenían un comportamiento notablemente humano. Tenían también un código fundado en la justicia y en la lealtad; conocían también la declaración de guerra y los tratados de paz. Cuando las ciudades enemigas capitulaban, en general no se molestaba a sus habitantes. Las que rehusaban rendirse eran tratadas con más severidad; no obstante, incluso en este caso, era excepcional que fueran arrasadas y su población aniquilada o reducida a esclavitud. Esta mansedumbre contrasta con la crueldad de los asirios, a cuyos triunfos acompañaban indignantes atrocidades.

Cuando chocaron entre silos dos poderosos imperios, el egipcio y el hitita, concertaron, en 1269 antes de Jesucristo, un tratado para reglamentar las hostilidades y, en ese ingente enfrentamiento, no estuvo ausente el derecho.

En el primer milenio antes de nuestra era, florecieron en Asia nuevas civilizaciones. Si el hinduismo tendía más bien a dejar que cada uno cumpliese su destino, el budismo propiciaba la piedad, como impulso hacia una acción de ayuda mutua. En China, Lao-Tse proclamó que el hombre sólo tiene valor por el servicio, y Confucio predicó un altruismo práctico fundado en la solidaridad y en la inteligencia; Meh-ti se elevó a una concepción universal del amor, fuente de beneficio mutuo (5). Pero la gran desgracia es que, bajo todos los cielos y en todos los tiempos, los hombres no son muy proclives a poner en práctica las enseñanzas de su moral.

En Persia, Zoroastro enseñó la tolerancia y, en la misma época, Ciro ordenó prestar a los caldeos heridos la misma asis tencia que a sus soldados.

En los libros históricos del Antiguo Testamento abundan los relatos de mortandades. Es el Eterno quien las ordena y quien prohíbe a los habitantes de la Tierra Prometida tratar con sus enemigos. Pero ya el Talión aparece como una limitación de la violencia, pues no reclama más que un ojo o un diente, en lugar de la vida y, en otros pasajes bíblicos, que contrastan singularmente con los primeros, se recomienda a los hebreos no matar al enemigo que se rinda, y dar pruebas de misericordia para con los heridos, las mujeres, los niños, los ancianos. Pero, según la costumbre antigua, los prisioneros de guerra son hechos esclavos.

Los antiguos textos de la India tienen un interés significativo. Así, en la Mahabharata y en la ley de Manú, se proclaman, para los guerreros, principios muy avanzados en aquel tiempo: estaba prohibido matar al enemigo desarmado o que se rindiera, había que enviar los heridos a sus hogares, después de haberlos curado. Algunas disposiciones recuerdan con un paralelismo asombroso el Reglamento de La Haya de 1907 sobre las leyes y costumbres de la guerra. Así, no eran lícitos todos los medios de combate: estaban prohibidas las armas arpadas o envenenadas así como las flechas incendiarias, se reglamentaba la requisa, la propiedad enemiga y la cautividad; estaba prohibido declarar que se haría guerra sin cuartel (6).

En la práctica, se cita la actitud generosa de Asoka, rey de la India, que ordenó a sus tropas que respetaran a los heridos enemigos, así como a las religiosas que los asistían.

Las ciudades de la antigua Grecia son un admirable ejemplo de sociedad organizada. La razón sustituye al misticismo y se ve nacer el concepto de justicia de ese derecho natural, antepasado de los hoy llamados derechos humanos.

Ya Homero describe en la Ilíada una lucha no sin lealtad, en la que hay treguas y se respeta al enemigo muerto. Pero ¡cuántos horrores en el saqueo de Troya! Alejandro Magno trató humanamente a los vencidos, perdonó la vida a la familia de Darío y ordenó respetar a las mujeres. Sin embargo, en la Grecia antigua, el enemigo vencido o capturado pertenecía al vencedor, que podía matarlo o reducirlo a esclavitud.

Nada tan desconcertante para nuestros espíritus modernos como ver que los grandes pensadores del mundo helénico, cuya civilización nos llena de admiración, admitían sin fruncir el ceño la institución de la esclavitud, que hoy día nos inspira cólera y repugnancia. Así, Platón rehusaba a los esclavos la dignidad de hombre en la misma medida que a los bárbaros y Aristóteles consideraba la esclavitud como un fenómeno deseado por la naturaleza. Sin embargo, Alcidamas, en el siglo IV, proclamó: «la divinidad ha hecho a todos los hombres libres, la naturaleza no ha hecho de nadie un esclavo».

En el ámbito que nos concierne más directamente, Alejandro de Isios profirió estas palabras proféticas, pues son la base misma del derecho de la guerra: «una vez suprimida la causa del conflicto, sería la obra de un loco dejar que la guerra continúe por sí misma» (7). Pero, cuando tuvo lugar la rebelión del Peloponeso, los espartanos mataron a los hombres e hicieron esclavas a las mujeres.

El parentesco de todos los miembros de la familia humana se manifestó por primera vez, por lo menos según algunos, cuando Alejandro Magno hubo ensanchado el horizonte griego hasta los límites de sus conquistas, lo que permitió la aparición de una filosofía, la doctrina estoica, de la cual no es exagerado decir que abrió una era nueva en el mundo antiguo. En adelante, la noción de humanidad será uno de los hitos fuerza del pensamiento (8).

Fundada por Zenón poco después del año 310, la escuela estoica razonaba de esta manera: Todo ser viviente está penetrado por el amor de sí mismo. En este amor, englobará a su descendencia. Después, su razón lo extenderá, en círculos concéntricos cuyo Foco es el hombre, a sus parientes, a sus conciudadanos, a la humanidad entera, incluidos sus enemigos. La relación con el otro se equipara a la relación consigo mismo. Queda abolida la ecuación «extranjero = bárbaro».

Lo que fundamentó el poderío de Roma fue la guerra. En 700 años, desde los orígenes hasta el final de la conquista, el templo de Jano, que se abría cuando comenzaban las hostilidades, no se cerró más que dos veces. Pero, después, el derecho romano difundió por el mundo los beneficios de una paz de varios siglos (9).

Los romanos tenían también el genio de la organización. Así, para cada cohorte, o sea de 500 a 600 hombres, había por lo menos un médico y, en la legión, que constaba de 10 cohortes, prestaba servicios un medicus legionis, una especie de jefe de sanidad.

Así pues, Roma reinó por la fuerza, por la organización y por el derecho. Ubi societas, ibi jus. En Roma, el derecho se desarrolló extraordinariamente, pero se detenía en la frontera. El jus naturale sólo se concebía en favor de los ciudadanos. El jus gentium, aplicable a los extranjeros residentes, no tenía el sentido moderno de derecho internacional (10); era un derecho concedido, unilateral.

Por lo que atañe a los pueblos enemigos, quedaban fuera de la ley. Los vencidos estaban a merced del vencedor, que se mostraba pérfido e implacable. En Cartago, no se salvó nada ni nadie. Los militares y los civiles capturados eran tratados con ignominia y a menudo estrangulados después del desfile triunfal; los demás eran vendidos como esclavos. Se citan, naturalmente, actos de mansedumbre: así, en el siglo III antes de nuestra era, Pirro, rey del Epiro, vencedor de los romanos en Heraclea, orde nó que se prestase asistencia a los heridos enemigos. Escipión Emiliano hizo otro tanto.

La suerte que corrían los esclavos seguía siendo miserable: no tenían derecho alguno y a menudo eran tratados cruelmente, sobre todo en la esclavitud colectiva. En el año 185 antes de Jesucristo, tras la sublevación de los esclavos de Apulia, fueron crucificados 7.000 de ellos.

En los albores de la Pax Romana, acabada la conquista del mundo, la doctrina estoica hizo eminentes adeptos, como Séneca y Cicerón, e incluso tuvo su edad de oro. Estos filósofos proclamaron la igualdad de los hombres y denunciaron la esclavitud; afirmaron que la guerra no rompe todos los vínculos del derecho. Reemplazaron la máxima homo himini lupus por la divisa homo himini res sacra (11). Sustituyeron el ancestral vae victis! con hermosas sentencias, como homo sum et humani nihil a me alienum puto (12) u hostes dum vulnerati fratres. Se buscaba cada vez más la seguridad en el respeto de las leyes y en la tolerancia.

Marco Aurelio, que prolongará esta edad de oro, pronunciará estas palabras muy ajenas a su tiempo: «Lo que está de conformidad con la naturaleza de un hombre, eso es bueno y útil para él... Para mí, como emperador, Roma es mi ciudad y mi patria; como ser humano, el mundo es mi patria. Solamente lo que es bueno para estas dos sociedades puede ser bueno para mí.»

Pero, como siempre, faltaba mucho para que la práctica siguiera a la enseñanza de los sabios. El progreso fue lento e, incluso cristianizado, el mundo romano no abandonará enteramente su rudeza para con el enemigo, antes de ser él mismo barrido por la invasión de los bárbaros. Así, Teodosio h izo degollar, el año 390 de nuestra era, a 7.000 personas, sin distinción de edad ni sexo, en Tesalónica, donde, durante una insurrección, la población había matado a algunos soldados. Pero el obispo San Ambrosio expulsó de la Iglesia al emperador, y, como condición de su perdón, le impuso promulgar un plazo de treinta días entre toda condena a muerte y la ejecución de la sentencia, para «que la pasión caiga y sea sustituida por la razón». Teodosio obedeció y se retractó públicamente (13).

Mencionaremos todavía aquí que se debe a los romanos y a la doctrina estoica el primer concepto de la «guerra justa», sobre el que volverá la Edad Media cristiana y que tanto mal hará. Con la mejor intención, los filósofos estatuyeron que no se debía hacer la guerra sin justa causa, es decir, sin estar en estado de legítima defensa o para deshacer entuertos. Un colegio de sacerdotes -los fetiales- certificaba que una campaña proyectada era bellum justum et pium. Los grandes dominadores siempre han intentado justificar sus conquistas y el aplastamiento de sus adversarios por razones religiosas y morales. Los romanos lo hicieron con una rara hipocresía (14).

Al terminar esta reseña vemos que las antiguas civilizaciones de Asia y de Europa, con influencia cierta de la una sobre la otra, contribuyeron todas a que naciera y se desarrollara el derecho humanitario.

  2. La Edad Media  

Después, influyeron otros factores en el desarrollo del derecho humanitario: el cristianismo, el islam y la caballería.

La religión judeo-cristiana había proclamado que los hombres son creados a imagen de Dios. Todos hijos de un mismo Padre, llamados a la vida eterna. Las consecuencias de esta nueva doctrina son mú ltiples e incalculables porque, a partir de entonces, el estatuto de la persona está vinculado a la estructura cósmica. El ser humano adquiere una dignidad todavía desconocida, los hombres son hermanos, matarlos es un crimen, ya no hay esclavos. Este concepto era tan revolucionario que hizo vacilar hasta en sus cimientos la sociedad antigua y contribuyó, sin duda, tanto como las grandes invasiones, a derribar el viejo mundo carcomido. Se comprende que ninguna religión haya sido tan sañudamente combatida (15).

Cristo predicó el amor al prójimo y lo elevó al plano universal. El amor humano ha de ser a imagen del amor divino: absoluto y sin motivo. Se extiende a todos, incluso a los enemigos, se debe amar al prójimo por sí mismo, sin medir sus méritos y sin contar para nada con ser correspondidos (16).

Pero, desafortunadamente, la gente ha deformado esta doctrina, viendo ante todo en el altruismo un medio para alcanzar la salvación personal, es decir, para ganarse el cielo, y aplicando sus preceptos únicamente a los hermanos en la fe. En la Edad Media, se tendía a presentar la vida como una simple etapa en el camino del más allá: la gente se preocupaba más de salvar las almas que los cuerpos, de los cuales, por otra parte, se las había tan arbitrariamente separado. La vida terrena no parecía un bien tan valioso que fuera necesario hacer grandes sacrificios para preservarla o prolongarla. Incluso se atribuía al sufrimiento un valor místico, una virtud educativa.

A ejemplo de las figuras admirables que ilustraron la cristiandad -como San Francisco de Asís, San Carlos Borromeo y, más tarde, San Vicente de Paúl- los monjes y las Ordenes Hospitalarias, tales como la de San Juan de Jerusalén, llamada de Malta, se esforzaron, con laudable solicitud, por mitigar los dolores de los desdichados, en particular cuando la «muerte negra» -la peste, pues hay que llamarla por su nombre- extendía el terror por los campos. Pero la masa de la pob lación permanecía bastante indiferente ante los mates de los demás.

Cristo mismo no se pronunció sobre la guerra, ni sobre la manera de conducirla, y la cuestión de saber si el mandamiento del Decálogo: «no matarás», y el del Evangelio: «amad a vuestros enemigos» se aplican también a la guerra, y no solamente a la vida privada de los individuos, ha sido objeto de vivas controversias en todo tiempo.

Si los cristianos de los primeros siglos rehusaron servir en el ejército romano, era a causa de la índole pagana del mismo y de la pretendida divinidad de la persona imperial. Estas objeciones terminaron el año 313, fecha memorable del Edicto de Milán, por el cual el emperador Constantino, que había abrazado la nueva fe, hizo de la Iglesia, de la noche a la mañana, una gran potencia temporal.

Entre sus múltiples consecuencias, esta alianza de la Iglesia y del Estado condujo a la autoridad eclesiástica a legitimar la guerra. Pero esta actitud inquietó a numerosos espíritus que, con Tertuliano y Orígenes, pensaban que verter la sangre era un crimen condenado por la Escritura.

Ante estos escrúpulos, San Agustín -por lo demás una gran figura de la cristiandad- secundado más tarde por Santo Tomás de Aquino y muchos casuistas, formuló, a comienzos del siglo V, una teoría tomada de los romanos y destinada a calmar las conciencias: es la famosa y funesta doctrina de la «guerra justa». Se trataba, nada menos, de justificar la guerra y sus oprobios a los ojos de los creyentes, por un compromiso entre el ideal moral y las necesidades políticas.

He aquí el razonamiento: el orden natural es un reflejo del orden divino. El soberano legítimo tiene el poder de establecer y de mantener este orden. Como el fin justifica los medios, los actos de guerra cometidos por la causa del soberano pierden todo carácter de pecado. Esta guerra es declarada justa, Dios la quiere; a partir de este moment o, el adversario es el enemigo de Dios y, como tal, sólo podría hacer una guerra injusta (17).

Naturalmente, a esto se añadían condiciones: para que una guerra sea justa, es necesario que su causa sea justa, que se haga para rechazar un ataque o para corregir una injusticia. Así, San Agustín condenaba las guerras de conquista. Pero, ¿se ha visto jamás en la historia del mundo un sólo caso en el cual un soberano o un Estado haya declarado hacer la guerra por una causa injusta o si no es para corregir una injusticia que le haya causado el adversario?

Todo el que conoce la naturaleza humana sabe que la guerra justa es la que uno mismo hace, y que la guerra injusta es la que hace su adversario.

Nunca ha habido otra cosa y nunca la habrá. Así, cada parte pretenderá, con mala fe o, en el mejor de los casos, con ingenuidad, que su causa es la única buena.

Introduciendo en el juego de las armas un elemento pasional y esotérico (18), el mito de la guerra justa frenará, durante siglos, los progresos humanitarios. Queriendo tener razón a todo trance, buscándose coartadas en la fe, la moral, la justicia o el honor, los dos beligerantes lucharán hasta el agotamiento de sus fuerzas.

Indudablemente, es muy comprensible que se haya querido, desde esta época, sancionar la agresión. Pero no es posible ser a la vez juez y parte. Una condena sólo podría emanar de una alta autoridad jurisdicional, imparcial y competente; pero haría falta, además, que ésta fuera admitida a efectuar sobre el terreno las investigaciones necesarias, a fin de descubrir la verdad y desenredar una madeja cuyos hilos enmarañan a su gusto los intersados.

La consecuencia más grave de este concepto -desde el punto de vista que nos ocupa- es la utilización que los hombres de todas las categorías han hecho para cubrir las tan frecuentes exacciones en esa época sanguinaria y de las cuale s esos hombres tenían la desfachatez de decir que eran la plaga de Dios: sus actos no eran crímenes, sino un castigo merecido que ellos aplicaban a personas culpables. A continuación daremos un solo ejemplo: el de las Cruzadas, que fueron guerras «justas» por excelencia.

Como escribió San Agustín: «Cuando una guerra justa está en curso, es una batalla entre el pecado y la justicia, y toda victoria, incluso obtenida por pecadores, es una humillación para los vecinos que, por el juicio de Dios, padecen el castigo de sus malas acciones» (19). Y, más tarde, escribió Tomás Cayetano, general de los dominicos: «Los daños que, en una guerra justa, se han causado no solamente a los combatientes, sino también a otros miembros del Estado contra el cual hay una guerra justa, están exentos de toda culpa... No se tiene la obligación de distinguir si algunos ciudadanos son enemigos injustos y otros inocentes; porque se presupone que todo el Estado es enemigo y, por esta razón, todo el Estado es condenado y asolado».

De hecho, la Iglesia admitía que se tenía derecho a matar a los cautivos enemigos, calificados lo más a menudo de herejes, y, con mayor razón, a tomarlos como esclavos (mujeres y niños incluidos). Cuando, en 1139, el segundo Concilio de Letrán prohibió la ballesta, se puntualizó que podía emplearse contra los infieles; lo mismo ocurría por lo que atañe a los venenos. Se estaba lejos de la caridad evangélica. Sin duda, los confesores hacían lo posible por limitar los estragos, especialmente imponiendo penitencias a los autores de los abusos más escandalosos. Pero, ¿cómo podían cambiar esta gran calamidad?

Habrá que esperar hasta el siglo XX para que la Iglesia Católica ya no considere que la guerra es una consecuencia necesaria del pecado original. Y lo más desafortunado es que se ve renacer actualmente el mito de la guerra justa, con todas sus consecuencias, apoyándose, esta vez, en argumentos políticos. Los portavoces de las g randes ideologías lo han hecho suyo; después, la prohibición de la guerra por la Sociedad de Naciones y por las Naciones Unidas le ha dado nuevo vigor.

Hablaremos de ello más adelante.

Veamos ahora la aportación de la caballería. De origen germánico, esta institución caracteriza el período feudal. La caballería reunía en un cuerpo de élite a quienes tenían derecho a llevar las armas y a combatir a caballo, es decir, los nobles. Este derecho era un honor, que comportaba ciertos deberes. En el momento de su iniciación, el caballero se comprometía a observar tales deberes, como se comprometía a servir a su Dios, a su señor y a la dama de sus pensamientos. Faltar a este juramento era la ofensa suprema. Así pues, los móviles de la caballería eran el honor, la fe y el amor; sus virtudes: la lealtad, la fidelidad, el espíritu de servicio, la moderación y la misericordia.

Los preceptos de la caballería han contribuido, en cierta medida, al desarrollo del derecho internacional. La declaración de guerra, el estatuto de los parlamentarios, la prohibición de ciertas armas son una herencia de la caballería. Esta hizo comprender que en la guerra, como en el ajedrez, debe haber una regla de juego, y que no redunda en ventaja de nadie tirar, de un manotazo, el tablero al suelo.

Pero estas reglas sólo eran válidas -lo que reducía particularmente su alcance- para los cristianos y en el pequeño mundo cerrado de los nobles. Incluso cabe señalar que, a veces, el estatuto de noble prevalecía sobre el estatuto de enemigo. Y, lo que es más, estas reglas fueron dictadas únicamente en provecho de la caballería: sólo el cautivo noble salvaba su vida y podía comprar su libertad. Y ¿cómo un apuesto caballero, enfundado en su armadura refulgente, que se pavoneaba sobre su corcel habría podido admitir el riesgo de ser derribado desde lejos por la flecha impertinente de un villano a pie? No, esta arma debía ser prohibida y el villano ahorcado.

Así se comprende mejor esa extraña mezcla de compasión y de crueldad, de delicadeza y de rudeza, de buena fe y de traición, de ideal y de depravación, que caracterizaba a la caballería (20).

Las Cruzadas son el punto de la historia en que confluyeron el cristianismo y la caballería. Pero, ¿qué mundo tenían enfrente? El Islam, cuyo poderío, en pleno auge, se adentraba en Europa.

Como escribió el profesor Massignon, «el Islam se adelantó a la Cristiandad en la labor jurídica destinada a restituir la personalidad humana a los bárbaros, tanto extranjeros como esclavos». Sin embargo, los consejos de moderación que se dan en el Corán sólo se aplican a los creyentes. Para los musulmanes, la guerra justa es la «djihad», palabra impropiamente traducida por «guerra santa» (21), que atempera también un espíritu de caballería, manifestado particularmente en el derecho de asilo y de hospitalidad. Los prisioneros de guerra pueden ser ejecutados o reducidos a esclavitud, a no ser que se conviertan o sean rescatados. El Viqâyet, escrito hacia 1280, es un verdadero código de leyes de la guerra, concebido en el apogeo del reino sarraceno en España: se prohíbe matar a las mujeres, a los niños, a los ancianos, a los dementes, a los inválidos, a los parlamentarios; se prohíbe mutilar a los vencidos, envenenar las flechas y las fuentes.

En los tratados concertados entre los califas y el Imperio bizantino se preveía un trato humano a los prisioneros y su liberación por rescate. Así, el señuelo de ganancia ha surtido -nuevo ejemplo- benéficos efectos por lo que respecta a la humanidad. Los musulmanes creían en la inviolabilidad de los tratados, mientras que, según la idea dominante en Europa, se podían rescindir unilateralmente los convenios concertados con los infieles, lo que, por supuesto, no dejó de ocurrir.

Las Cruzadas costaron la vida a millones de seres humanos. Por ambas partes hubo abominables mortandades, con un resultado finalmente nulo. Pero un occidental debe reconocer que, tanto allí como en otros lugares, los europeos, so pretexto de llevar la civilización y la verdadera fe, sembraron el odio y la desolación. En las Cruzadas, los cristianos, a quienes la Iglesia había perdonado previamente todos sus pecados, cometieron crímenes indescriptibles. Abrieron un foso entre Occidente y Oriente que aún hoy no ha sido colmado. Sólo citaremos dos o tres ejemplos.

Cuando, en 1099, los cruzados tomaron Jerusalén, mataron a toda la población. Raymond d'Agiles, canónigo de Puy, que fue testigo ocular, escribió: «Hubo tanta sangre derramada en el antiguo templo de Salomón (donde se habían refugiado 10.000 musulmanes) que los cadáveres flotaban, llevados acá y allá por el pórtico; se veían flotar manos y brazos cortados». Otro testigo asegura que la sangre llegaba hasta las rodillas.

Por un contraste sorprendente, cuando el sultán Salah-EI-Dine -a quien los cruzados llamaron Saladino- entró en Jerusalén, el año 1187, los sarracenos no mataron ni maltrataron a un solo enemigo. El sultán había encargado especialmente a patrullas la protección de los cristianos. Después, liberó, por rescate, a los prisioneros ricos, y a los pobres por nada.

El mismo Salah-El-Dine autorizó que los médicos del campo contrario fuesen a prestar asistencia a sus compatriotas heridos y que regresasen libremente. Incluso envió a su médico personal a la cabecera de Ricardo Corazón de León. En cambio, el año 1191, el mismo rey Ricardo hizo matar, a sangre fría, a los 2.700 supervivientes del asedio de San Juan de Acre, las mujeres y los niños incluidos.

Pero el peor de todos los crímenes fue el saqueo de Constantinopla, en 1204, por los venecianos y los cruzados. Esta vez los verdugos y las víctimas eran cristianos. Desde hacía nueve siglos, esta ciudad era la metrópoli de la civilizac ión y de la Iglesia cristiana de Oriente. El legado del Papa había dispensado de sus votos a los caballeros. La matanza duró tres días. Nada ni nadie se salvó; ni las iglesias, ni las monjas. Así es la guerra, cuando la violencia encuentra la coartada de la fe y de la justicia (22).

¿Era más envidiable en Occidente la suerte que corrían las víctimas de los conflictos? De ninguna manera. En esa época, las guerras se decidían en una sola batalla, después de la cual quedaban olvidados quienes habían sido los instrumentos anónimos de la misma, los soldados, que en definitiva, corrían los riesgos de un oficio por el cual eran pagados. Bandidos que vivían de rapiñas, incluso heridos encontraban poca misericordia en los campos, y a menudo incluso los conventos les cerraban sus puertas (23).

Para colmo de males, en 1213, el Concilio de Letrán prohibió a los clérigos la práctica de la cirugía.

En el ejército, no había ningún servicio de sanidad; únicamente a los señores seguía su médico personal, pues valía más no contar con los medicastros y charlatanes que explotaban a la tropa. Así pues, se dejaba a los heridos en el más cruel abandono. En cuanto a los del adversario, con la mayor frecuencia eran rematados a mazazos. Todavía en 1553, el célebre cirujano Ambroise Paré escapó a la matanza de los prisioneros, en el asedio de Hesdin, únicamente porque había curado de una úlcera a un coronel del ejército español.

Los prisioneros de guerra de los que no se podía conseguir rescate alguno eran, en general, asesinados. La población civil no era más afortunada. Cuando se decretaba el saqueo de una ciudad sitiada, su guarnición era pasada a cuchillo; las mujeres y los niños quedaban a merced del vencedor.

Hacia el año 1020, la Monarquía y la Iglesia, los dos únicos poderes organizados en la época, impusieron al mundo occidental la «Tregua de Dios», que prohibía los actos de guerra e l domingo, o sea desde el sábado por la noche hasta el lunes por la mañana. Posteriormente se prolongó este «fin de semana militar», haciéndolo comenzar el viernes por la noche e incluso el jueves por la noche (24). Pero eso no bastó para conjurar los horrores de la guerra. La Edad Media seguirá siendo, desde el punto de vista que nos ocupa, una época fanática y sangrienta.

  3. Los tiempos modernos  

A finales del siglo XIV, un hecho determinó uno de los virajes más decisivos de la historia militar: aparecieron las armas de fuego; desde entonces, un enano vale tanto como un gigante. La artillería trastocó el arte de la guerra y, con él, el orden social.

Los cañones eran caros y únicamente los reyes podían procurárselos. Los ejércitos se convirtieron en reales y mercenarios; no tardó en desaparecer la caballería. El poder del Estado sucedió al feudalismo. Quedaban abolidas las guerras privadas y la servidumbre. Al mismo tiempo, nació cierta solicitud para con los prisioneros, cuya liberación se generalizó mediante rescate, así como para con los heridos, que eran recogidos y en favor de los cuales se crearon, poco a poco, servicios sanitarios dignos de este nombre.

A partir del siglo XVI esta práctica se derivaba de «carteles y capitulaciones» concertados entre jefes de ejércitos adversarios. De 1581 a 1864 hubo nada menos que 291 acuerdos que contienen prescripciones de esta índole (25). Uno de los primeros es el Pacto de Sempach, firmado en 1393 entre los cantones suizos y en el que constan cláusulas que imponen el respeto a los heridos y a las mujeres; de ahí el nombre de «Frauenbrief», que se le da a veces. Se declara que las mujeres serán mantenidas fuera de la guerra. En cuanto a los heridos, se dice que: «se los dejará intactos en su persona y en sus bienes».

Asimismo en el siglo XVI, la formación de lo s Estados modernos y la decadencia de la autoridad pontificia condujeron a un nuevo concepto del derecho de gentes, que se convierte en el jus inter gentes, en el cual las entidades políticas ocupan el lugar de los individuos como sujetos de derecho.

En esa época, los filósofos ejercieron una benéfica influencia sobre las leyes de la guerra. Así, el dominico español Francisco de Vitoria volvió sobre las ideas de San Agustín y de Santo Tomás de Aquino, las desarrolló y las reunió en un cuerpo de doctrina. Por su humanidad, Vitoria se adelantó a su tiempo. Si no se liberó todavía de las cadenas de la guerra justa, admitió ya que una guerra puede ser justa por ambas partes, lo cual su colega Francisco Suárez calificó de absurdo. Fundándose en el «derecho natural», Vitoria condenaba los sufrimientos inútiles y la matanza de «inocentes». Muy valientemente, lo mismo que Las Casas, negó que la guerra justa legitimase la mortandad de indios en América. Pero su tolerancia no se extendió a los sarracenos: admitía que se matara a los prisioneros, que las mujeres y los niños fuesen reducidos a esclavitud. Para Suárez, si el derecho de gentes se inspira en el derecho natural, se distingue en que es «derecho positivo humano».

Poco después, la Reforma partía en dos a la Cristiandad. Así pues, era necesario encontrar, para las relaciones internacionales, otro principio de unidad: el derecho de gentes lo proporcionaría. Sus artífices fueron Grocio y sus sucesores, protestantes esta vez.

Para Grocio, el derecho ya no es la expresión de la justicia divina, sino de la razón humana. EI derecho no precede a la acción, sino que se deriva de ella. El derecho de gentes emana de las naciones, que lo forman en la plenitud de su soberanía. En este concepto, si la legislación nacional, que se inspira en los principias del derecho natural, proclama ciertos derechos esenciales de la persona humana, el ejercici o de tales derechos compete a los poderes públicos. Dado que, en tiempo de guerra, los individuos ya no disfrutan, con respecto al enemigo; de la protección natural de su país de origen, únicamente el derecho internacional puede entonces garantizar el respeto debido a la persona.

Para Grocio, subsiste la noción de guerra justa; sin embargo, ya no es tanto la causa justa lo que es determinante, sino más bien la competencia para hacer la guerra. Esta es un medio político para conservar el Estado. «En la guerra, escribió Gracia, hay que tener siempre presente la paz». Y Grocio fue el primero en decir que la «causa justa» que autoriza a un Estada a recurrir a la guerra no deroga el deber que tienen los beligerantes de observar las leyes de la guerra. Pero, como Vitoria, Grocio admite que la población del país adversaria es enemiga y queda a merced del vencedor. Sin embargo, ya no se justifican las violencias innecesarias para conseguir la victoria; se salvarán las personas civiles e incluso los combatientes cada vez que las exigencias militares la permitan. «No considerándose ya la violencia coma un castigo, deja de ser un fin en sí. Se convierte en un medio que se utilizará con moderación creciente y calculada» (26). En su obra principal, De jure belli ac pacis -que la Iglesia Romana mantuvo en el Indice hasta 1899- Grocio enumera los «temperamenta belli», que son una de las bases más sólidas del derecho de la guerra.

Pero, por desgracia, faltaba mucho aún para que la práctica siguiera a la teoría. En la época de Grocio, la guerra de los Treinta Años acumuló los oprobios. Vivienda de rapiñas, tanto en territorio amigo como en territorio enemigo, los soldados maltrataban a los campesinos, que se vengaban en la hora de las derrotas. Para no citar más que dos cifras, de los 3.000.000 de habitantes en Bohemia sólo quedaran 750.000. Cuando los soldados de Cortés se apoder aran, en 1521, de Tenochtitlán, actual Ciudad de Méjico, la destruyeron casa por casa, incluidos sus 400 templos. En 1527, los soldados de Carlos V se ensañaron, durante cuatro meses, contra la ciudad de Roma, sin perdonar siquiera la basílica de San Pedro. Se podrían multiplicar los ejemplos.

¿Por qué esta flagrante contradicción con el espíritu del Renacimiento? La necesidad humana y el vandalismo no explican todo. Los ejércitos eran todavía bandas mercenarias mal pagadas. Sólo gracias a las reformas de Luis XIV y de Federico II se convirtieron los ejércitos en cuerpos regulares, nacionales, puntualmente pagados y, sobre todo, disciplinados.

Pero he aquí que, finalmente, se despertó el espíritu científico. El hombre descubrió las leyes físicas que rigen el universo, incluida la propia persona. La vida se convirtió en un fin en sí misma. Por consiguiente, la sociedad tomó en sus manos su destino y se proponía corregir los errores de la fortuna. Era el «Siglo de las Luces» y nacía el humanitarismo, forma evolucionada y racional de la caridad y de la justicia. Los filósofos rehusaban considerar el sufrimiento como fatal y ya no admitían la demasiado fácil solución según la cual cada hombre es responsable del mal que sufre el mundo. Los hombres son iguales en derechos y estos derechos, que los Estados tienen por finalidad garantizar, son inalienables. Se trata, pues, de conquistar, para el mayor número posible, tanta felicidad como sea posible.

En el siglo XVIII, la guerra se convirtió en una lucha entre ejércitos profesionales con efectivos reducidos; las personas civiles ya no participaban en ella, pues la tropa disponía de una intendencia y se le prohibía el pillaje. La guerra era un arte que tenía sus reglas y, si aún había violaciones, eran la excepción. Estaban prohibidos los medios pérfidos y crueles, pues éstos exasperaban al adversario. En una palabra, la guerra no escapaba al control de la voluntad.

La humanización de la guerra dio pasos gigantescos, por lo menos en Europa. Los carteles que previamente firmaban los jefes de los ejércitos para determinar la suerte que corrían las víctimas, eran a menudo modelos de buen sentido y de moderación. El más notable de tales documentos es, sin duda, el «tratado de amistad y de paz», firmado en 1785 por Federico el Grande y Benjamín Franklin, pues sus disposiciones se elevan al nivel de principios y en él se encuentran, por primera vez, los conceptos de que las Partes «se comprometen mutuamente y para con el Universo» y de que un convenio entre Estados tiene por finalidad proteger al individuo.

En dicho tratado se estipula que, en caso de conflicto, se renunciará al bloqueo, y que las personas civiles enemigas podrán salir del país después de cierto plazo. Los prisioneros de guerra serán alimentados y alojados como los soldados del país detenedor, y un hombre de confianza podrá visitarlos y entregarles socorros.

La repetición de tales cláusulas creó un verdadero derecho consuetudinario, que puede resumirse así:

  1. Se inmunizaban los hospitales y se señalaban con un banderín cuyo color variaba según los ejércitos.

  2. No se consideraba que los heridos y los enfermos fuesen prisioneros de guerra; eran atendidos como los del ejército captor y devueltos después de su curación.

  3. Los médicos y sus ayudantes, así como los capellanes, estaban exentos de la cautividad y eran devueltos a las respectivas líneas.

  4. Se perdonaba la vida a los prisioneros de guerra, que eran canjeados sin rescate.

  5. No debía ser maltratada la población civil pacífica.

Estas estipulaciones alcanzaban tal grado de perfección que Lüder podía decir en 1876: «Casi todas las disposiciones positivas del Convenio de Ginebra… se encuentran en los tratados anteriores y, hay que decirlo, en muchos aspectos, son más absolutas, más extensas y a menudo están concebidas de una manera más justa y prácticamente más útil...» (27). Pero se debe señalar que tales carteles eran contratos episódicos, valederos solamente para un conflicto particular.

Cuando, la noche de la batalla de Fontenoy, en 1747, preguntaron a Luis XV cómo había que tratar a los heridos enemigos, respondió: «Exactamente como a los nuestros, pues, estando heridos, ya no son nuestros enemigos». De hecho, había 4.000 camas preparadas para recibirlos. Terminado el combate, fueron evacuados, en 1.200 carruajes, a varios hospitales, donde los esperaban un personal perfectamente capacitado y un considerable material de apósitos. En unas horas fueron recogidos 3.700 heridos franceses y 2.368 enemigos; sólo 583 de ellos sucumbirían en el lapso de tres semanas. Si Henry Dunant hubiera vivido en esa época y hubiera llegado a Fontenoy más bien que a Solferino, nada habría encontrado que decir y menos aún habría propuesto la fundación de la Cruz Roja (28). Pero aquí hay que poner en guardia al lector contra un optimismo exagerado. Todas estas conquistas, tanto en lo material como en lo jurídico, eran todavía solamente exclusivas de algunos países de Europa occidental. En la mayor parte del mundo, hay que decirlo, aún se vivía en la fase de la guerra de los Treinta Años. Correspondía a los pensadores deducir de los hechos una regla social. Fue entonces cuando Jean-Jacques Rousseau hizo oír su voz:

«La guerra, escribió Rousseau en el Contrato Social, el año 1772, no es una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la cual los particulares sólo son enemigos accidentalmente, no como hombres, ni incluso como ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la patria, sino como sus defensores…

Dado que el fin de la guerra es la destr ucción del Estado, se tiene el derecho de matar a sus defensores, mientras tienen las armas en la mano; pero tan pronto como las deponen y se rinden, cesando de ser enemigos o instrumentos del enemigo, vuelven a ser simplemente hombres, y ya no se tienen derechos sobre su vida.»

Así, Rousseau tiene el insigne mérito de haber formulado, de manera luminosa y definitiva, la regla fundamental del derecho moderno de la guerra. De un solo golpe destruyó las tesis de Hobbes, a saber, que la guerra es natural al hombre y que se justifica por la razón soberana del Estado, para el cual los individuos son objetos; echó por tierra el viejo sofisma de la guerra justa, para reemplazarlo por una distinción más fecunda: la que debe hacerse entre combatientes y no combatientes. Un conflicto armado tiene por único objeto reducir a merced al Estado enemigo; no se puede ir más allá. Los soldados fuera de combate, las personas civiles pacíficas no podrían cargar con la culpabilidad de un crimen que no hayan cometido: salvarán su vida y habrá que aliviar sus sufrimientos, que son los mismos en los dos campos.

Esta tesis, expuesta en forma de silogismo, es como la prolongación, a nivel internacional, de las ideas de Jean-Jacques sobre los orígenes de la sociedad: el ciudadano sólo enajena una parte de sus derechos en beneficio del Estado para, como compensación, ser protegido. Tales palabras habían de tener una repercusión decisiva en la ciencia del derecho y en la práctica política. Es indudable que, por ellas, algo ha cambiado en el mundo.

Sobre estas ideas surge la Revolución Francesa que, en su Constitución, proclama solemnemente «los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre» y adopta la célebre Declaración de Derechos. Además, en la legislación se prescribe «el tratado obligatorio e igual debido a los soldados enemigos y a los soldados nacionales» y se estipula que «los prisioneros de guerra están bajo la salvaguardia de la naci ón y bajo la protección de las leyes», del mismo modo que los ciudadanos.

Como escribió Holzendorff: «Los grandes principios que la Revolución Francesa proclamó y que han llegado a ser el patrimonio común de las naciones civilizadas, hacen que esta Revolución tenga una importancia capital en la historia del derecho de la guerra» (29). A pesar de ello, el célebre médico Larrey se libró por poco de la guillotina, tras haber asistido a un oficial austríaco herido y haber favorecido después su repatriación. Cuando aplastó la insurrección de Vendée, el general Westermann dio muerte a los hombres, las mujeres y los niños «rebeldes».

Los «inmortales principios», según los jefes revolucionarios de 1789, deberían tener como corolario la paz universal. Desafortunadamente, los acontecimientos decidieron de otra forma: toda la nación fue movilizada para salvaguardar a la República. Y fue entonces cuando una nueva invención originó otro viraje decisivo de la historia militar: la leva, es decir, el servicio militar obligatorio para todos, que transformó radicalmente la naturaleza misma de la lucha. En adelante, serán guerras de masa, el choque supremo de pueblos enteros que se alzan unos contra otros, tras haber reunido todos sus recursos materiales y pasionales. Ya no se combatirá solamente por un interés, sino por ideas, por cierto concepto de la vida. Así comenzó la era de las «guerras desencadenadas», como dirá el mariscal Foch, era en la que se registró un terrible retroceso humanitario. Desbordados por todas partes, los servicios militares de sanidad volvieron a caer en el marasmo.

Las guerras del Primer Imperio no hicieron sino acelerar esta trágica decadencia. «Las guerras inevitables son siempre justas», proclamó Napoleón. Este gran conquistador no se interesaba mucho por los heridos: le hacía falta sin cesar carne fresca para alimentar su molino de soldados. Así, la mortalidad era espantosa en el ejército. Los sufrimientos de l os heridos eran ingentes. Basta evocar las angustias de la retirada de Rusia, cuyo relato está presente en todas las memorias. La epopeya tiene sombríos bastidores, y Austerlitz fue un verdadero «Waterloo sanitario» (30).

Lo que era tal vez más grave todavía: los principios humanitarios parecían haber vuelto a caer en el olvido; los carteles eran menos frecuentes y perdían autoridad. Se disparaba de nuevo contra los hospitales de campaña; los médicos capturados eran separados de los heridos y mantenidos prisioneros. Cuando, durante la campaña de Egipto, aún no era más que el general Bonaparte, Napoleón ordenó a sangre fría la muerte de los 4.000 soldados turcos de la guarnición de Jaffa que, sin embargo, se habían rendido tras promesa de que salvarían su vida (murieron fusilados o traspasados a bayonetazos).

Ilustres médicos, como Percy y Larrey en Francia, Faust y Wasserführ en Alemania, alzaron la voz. Si se hubieran escuchado sus consejos se habrían salvado miles de vidas. Pero la Intendencia permaneció sorda a tales llamamientos. Es más, estos médicos habían solicitado, con una antelación de medio siglo, que se firmase un Convenio internacional para garantizar la «neutralización» de los heridos. Todo ello en vano.

  4. La fundación de la Cruz Roja  

Esta triste situación no había mejorado mucho a comienzos de la segunda mitad del siglo XIX. Tras el asedio de Mesina, en 1848, el doctor Palasciano, uno de los precursores de la Cruz Roja, después de haberse librado a duras penas de ser fusilado, fue condenado a un año de prisión por haber vendado a los heridos de la guarnición vencida. Cuando estalló la guerra de Crimea, en 1854, el servicio sanitario del cuerpo expedicionario franco-británico era casi inexistente. De los 300.000 hombres que tenía este ejército, 83.000 perecieron de enfermedad es en un desorden y en un abandono indescriptible. En cuanto a la mortalidad de los heridos, era de 72% entre los amputados. Fueron necesarios los prodigios de energía y dedicación desplegados por Florence Nightingale, una inglesa de 26 años, para remediar una situación tan comprometida. Después de la guerra de Crimea, Inglaterra aprovechó la lección y reformó profundamente su Servicio de Sanidad. En cuanto a los principios consuetudinarios de derecho humanitario, no fueron muy respetados en el transcurso del conflicto.

Y se desencadenó la guerra de Italia, en la que se enfrentaban los austríacos contra los franco-italianos. En junio de 1859, dos poderosos ejércitos chocaron en Solferino. Fue una de las batallas más sangrientas de la historia. Por la noche, yacían en los campos 6.000 muertos y 36.000 heridos. No se comenzó a retirarlos hasta el día siguiente y algunos de ellos no fueron socorridos sino después de varios días.

Un joven suizo, Henry Dunant, se encontraba allí por casualidad. Se «sobrecogió de horror y de compasión» a la vista de los heridos que abarrotaban las iglesias, que morían de infección en medio de atroces sufrimientos y que, asistidos a tiempo, habrían podido curar. Se inclinaba sobre aquellos desdichados, improvisaba los primeros auxilios con las mujeres de la región, a las cuales comunicaba espíritu nuevo, pues éstas terminaron por exclamar: «sono tutti fratelli».  

     

Finalmente, perdieron la vida 22.000 austríacos y 17.000 franceses en Solferino. En el transcurso de la campaña, murió el 60% de los heridos y, de los 200.000 hombres del ejército francés, 120.000 cayeron enfermos. En las campañas militares de esta época, el número de soldados muertos en el frente era solamente un cuarto del total de muertos.

Más tarde, atormentado por el recuerdo d e los acontecimientos de los que había sido testigo y por el ardiente deseo de evitar para siempre su repetición, Dunant escribió, con pluma fogosa, «Recuerdo de Solferino», pequeño libro en el que presenta su testimonio y formula este doble deseo: por una parte, que en cada país se constituya una sociedad voluntaria de socorro que, ya en tiempo de paz -en eso radica toda la genialidad de la innovación- se prepararía para ayudar, en caso de guerra, al Servicio de Sanidad del ejército; por otra parte, que los Estados ratifiquen «un principio convencional y sagrado», que garantizaría una protección jurídica a los hospitales militares y al personal sanitario. Del primero de estos deseos nació la institución de la Cruz Roja, del segundo el Convenio de Ginebra, en adelante indisolublemente vinculados.

El libro profético de Dunant tuvo profunda repercusión en una opinión que, en aquella época, comenzaba a abrirse más ampliamente a los sentimientos de humanidad. Otros, Palasciano en Italia, Arrault en Francia, acababan de formular ideas análogas.

Pero se escuchó a Dunant. «Es mil veces más hermoso que Homero… más hermoso que todo», escribieron los hermanos Goncourt, sin duda un poco excesivos, en su «Diario». Pero «Recuerdo de Solferino» fue leído, sobre todo, por Gustave Moynier, que presidía, en Ginebra, la Sociedad de Utilidad Pública. Era un hombre realista y realizador. Convocó a esta Sociedad para estudiar las propuestas de Dunant e intentar ponerlas por obra. Y para ello, la Sociedad designó una comisión. Así, a partir del 17 de febrero de 1863, se reunió un Comité de 5 personas: Dunant, Moynier, el general Dufour, los doctores Appia y Maunoir. Desde el primer día, se constituyó como institución permanente. Este Comité es el órgano fundador de la Cruz Roja y el promotor de los Convenios de Ginebra. En 1880, tomó el nombre de Comité Internacional de la Cruz Roja.

El mismo año, este pequeño Comité de simples personas privadas, sin poder n i prestigio, pero impulsados por una fe irresistible en la humanidad, convocó en Ginebra a los Estados del Mundo. La fortuna ayuda a los audaces: en octubre de 1863, se hicieron representar 16 países y se sentaron las bases de lo que sería la Cruz Roja, en sus comienzos solamente la obra de socorro a los militares heridos.

Pero la Conferencia no tenía competencia para tratar las cuestiones jurídicas. Ese será el cometido de la Conferencia Diplomática convocada el año siguiente, en la que se firmó el primer «Convenio de Ginebra, del 22 de agosto de 1864, para mejorar la suerte que corren los militares heridos de los ejércitos en campaña», punto de partida de todo el derecho humanitario.

No, el XIX no fue un siglo estúpido. Si algunos lo han calificado así es porque, en su primera mitad, fundamentando su civilización sobre la técnica y el beneficio, deificó al dinero y olvidó al hombre. Pero, en su segunda mitad, mereció el perdón aportando algún remedio a los males que había causado. Empujado por un gran viento de fraternidad, ¿no presenció el advenimiento del internacionalismo, la abolición de la esclavitud y el nacimiento de la Cruz Roja?

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  Notas:  

(1) Los elementos históricos contenidos en el presente capítulo proceden principalmente de las obras de los señores I. Harding, G. Fehr, P. Boissier, H. Coursier y G. Draper, citados en la bibliografía.

(2) G. Fehr.

(3) A study of War, 1942.

(4) G. Fehr.

(5) Jean-G. Lossier, Les Civilisations et le service du prochain.  

(6) S. V. Viswanatha, International Law in Ancient India, 1925.

(7) Polybios, XVIII, cap. 3, cit ado por I. Harding.

(8) G. Fehr.

(9) H. Coursier.

(10) En las Institutas de Justiniano, el jus gentium se define como el conjunto de reglas que la razón natural ha establecido entre los hombres (quod naturalis ratio inter homines constituit).  

(11) Séneca.

(12) Terencio.

(13) H. Coursier.

(14) I. Harding.

(15) G. Gehr.

(16) J.-G. Lossier.

(17) G. Draper, The Conception of the Just War.  

(18) La prueba es que en las guerras de religión fue en las que se cometió mayor número de atrocidades: la pasión y la crueldad son hermanas.

(19) De Civitate Dei, XIX, 15.

(20) G. Draper, The Interaction of Christianity and Chivalry in the historical development of the Law of War.  

(21) «Djihad» significa literalmente «esfuerzo común».

(22) P. Boissier.

(23) P. Boissier.

(24) P. Boissier.

(25) El Profesor E. Gürlt ha recogido los textos de estos acuerdos en su libro: Zur Geschichte der internationalen und freiwilligen Krankenpflege im Kriege, Leipzig, 1873.

(26) P. Boissier.

(27) Lüder, Etude sur la Convention de Genève.  

(28) P. Boissier.

(29) Holzendorff, Eléments de droit international.  

(29) Holzendorff, Eléments de droit international.  

(30) Doctor André Soubiran, Napoléon et un million de morts, París, 1969.



Segunda parte del curso

  LA ELABORACIÓN DE LOS CONVENIOS HUMANITARIOS Y SU APLICACIÓN  

  1. El Convenio de Ginebra para la protección de los heridos de guerra  

  2. El Convenio marítimo  

  3. El estatuto de los prisioneros de guerra  

  4. La protección de las personas civiles contra la arbitrariedad  

  5. Los conflictos internos  

  6. El derecho de la guerra  

  1. El Convenio de Ginebra para la protección de los heridos de guerra  

La «Conferencia Internacional para la neutralización del Servicio de Sanidad Militar en campaña», convocada por el Consejo Federal Suizo, tras solicitud del Comité de Ginebra, se reunió en esta ciudad el 8 de agosto de 1864. Participaron los representantes de 16 Potencias. La presidió el general Dufour. En 1847, durante una corta guerra civil entre los cantones suizos, había dado a sus tropas instrucciones de gran moderación y se había mostrado como pacificador más que como vencedor. Formaba parte del Comité fundador de la Cruz Roja.

Moynier y Dufour redactaron el proyecto que sirvió de base para los trabajos. Estaba también concebido que la Conferencia no hizo casi ningún retoque. Así, el 22 de agosto se firmó el «Convenio para aliviar la suerte que corren los militares heridos de los ejércitos en campaña». La gran innovación que debía entrar en el derecho era lo que Dunant llamaba la «neutralidad»: los médicos y los enfermeros ya no serían considerados como combatientes, sino que quedarían exentos de captura. No teniendo ya miedo de perder a sus médicos, el mando militar los dejaría, en caso de retirada, junto a los heridos, los cuales ya no se verían en el trágico abandono a que hasta entonces estaban condenados. Sobre los demás puntos -respetar a los heridos, prestar asistencia a los enemigos como a los amigos- había que confirmar los usos y hacer de ellos un compromiso formal válido en todo tiempo y en todo lugar.

El Convenio de 1864 sólo tiene 10 artículos, pero sentó bases que, desde entonces, son inconmovibles. Se prevé principalmente: las ambulancias y los hospitales militares son reconocidos como neutrales; hay que protegerlos y respetarlos; su personal, así como los capellanes, participan de esta neutralidad mientras estén ejerciendo sus funciones; si caen en poder de la parte adversaria quedarán exentos de captura y regresarán a su ejército; serán respetados los habitantes que lleven socorros a los heridos; se prestará asistencia a los militares heridos y enfermos, sea cual fuere la nación a que pertenezcan; los hospitales y el personal sanitario ostentarán el signo de la cruz roja sobre fondo blanco, signo visible de la inmunidad.

Hay que decir algunas palabras sobre esta bandera que pronto flotaría, al viento de las batallas, en toda la tierra. Dunant había hecho comprender la necesidad de un emblema uniforme en todas las partes. Su colega Appia propuso, en la Conferencia de 1863, el brazal blanco, pero le replicaron que éste era ya el signo reconocido de los parlamentarios y de la rendición. Alguien -al parecer el delegado alemán Loeffer (1)- sugirió entonces añadir una cruz roja, lo que todos aprobaron.

«Como homenaje a Suiza, el signo heráldico de la cruz roja sobre fondo blanco, formado por la inversión de los colores federales…» Tal es el texto del Convenio de Ginebra, pero en su versión revisada de 1906. Contrariamente a la opinión popular, los fundadores de la Cruz Roja probablemente no se percataban de que, creando el nuevo emblema, intervertían los colores de la bandera helvética. En realidad, las actas de las dos Conferencias son mudas a este respecto y en ningún texto de la época se menciona tal procedimiento. La intención confesada de intervertir los colores de la bandera suiza sólo consta a partir de 1870.

Cuesta trabajo imaginar hoy la influencia capital que el primer Convenio de Ginebra ejerció en la evolución del derecho de gentes. Por primera vez en la historia, los Estados aceptaban limitar, en virtud de un compromiso formal y permanente, el propio poder en favor del individuo y de un ideal altruista; por primera vez, la guerra cedía el paso al derecho.

En menos de un siglo, el principio del Convenio de Ginebra se extendió, poco a poco, a las demás categorías de víctimas de la guerra, y este movimiento comportaba asimismo la firma de los textos de La Haya. Por eso algunos lo han llamado el «Convenio padre». Puede incluso decirse que el esfuerzo moderno para resolver pacíficamente los conflictos y poner la guerra fuera de ley también tiene en él, indirectamente, su origen.

Dos años después de su firma, en el transcurso de la guerra austro-prusiana en 1866, el Convenio de Ginebra recibió su bautismo de fuego. Al mismo tiempo, fue una prueba palmaria de su valor, especialmente en Sadowa, batalla casi tan sangrienta como la de Solferino. Prusia había ratificado el Convenio y lo aplicaba: tenía hospitales perfectamente organizados y por todas las partes prestaba servicios la Cruz Roja Prusiana. En el otro campo era inversa la situación: Austria no había firmado el tratado, y su ejército, al retirarse, dejó atrás, sin resistencia a sus heridos. Cerca de Sadowa, en un calvero, se encontraron los cuerpos de 800 heridos, muertos porque habían sido abandonados.

En 1867, todas las grandes Potencias habían ratificado el Convenio, excepto los Estados Unidos que lo hicieron en 1882. Desde entonces, ha conservado su universalidad, que es uno de los factores principales de su fuerza.

Durante la guerra de 1870, el Convenio de Ginebra era casi desconocido en Francia, lo cual fue causa de graves dificultades. El primer conflicto en el que las dos partes aplicaron este tratado de manera plenamente satisfactoria fue el conflicto servo-búlgaro de 1885. Así, la mortalidad se redujo al 2%. Esta vez, los Estados comprendieron que el Convenio de Ginebra redundaba en ventaja recíproca, lo que en adelante nadie impugnará.

Sin embargo, el Convenio ha sido objeto de refundiciones periódicas. El derecho debe adaptarse a los hechos, lo cual no significa que deba forzosamente ceder a las presiones del momento y al desarrollo creciente de los medios de destrucción. Los principios esenciales para la protección de la persona humana siguen siendo intangibles. Pero las disposiciones de aplicación evolucionan con el mundo, pues deben continuar siendo realistas. Los fundadores de la Cruz Roja y sus sucesores así lo comprendieron y, gracias a ello, el derecho humanitario sigue siendo una realidad viviente.

El Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) ha sido el instigador, el alma de estos desarrollos sucesivos del derecho humanitario. Con la colaboración de expertos internacionales, ha redactado los proyectos que, después, han servido de base de trabajo para las Conferencias Diplomáticas que, a su vez, son convocadas por el Gobierno suizo.

La primera revisión data de 1906. Desde entonces, el Convenio tiene 33 artículos, pero sin modificación de su esencia. En la guerra de 1914-1918, fue bastante bien aplicado, excepto por lo que atañe a la repatriación del personal sanitario, punto sobre el cual los beligerantes derogaron el texto, reteniendo en los campamentos a una gran proporción de médicos y de enfermeros para prestar asistencia a sus compatriotas prisioneros.

En 1929, segunda adaptación. Nacía la aviación sanitaria y se suprimió la cláusula si omnes, disposición absurda según la cual los tratados son aplicables solamente cuando todos los beligerantes son partes en los mismos. Además, la Conferencia Diplomática de 1929 reconoció a los países musulmanes el derecho a servirse de la media luna roja, en lugar de la cruz roja (2). Aquí hay que advertir un lejano recuerdo de las Cruzadas, a pesar de que el signo de la cruz roja no tenga ninguna significación nacional o religiosa. Se quiso que esté signo sea neutral como la obra a la que debe cubrir.

Es de lamentar, sin duda, esta ruptura de la universalidad del emblema, causa de muchas dificultades. Pero, hasta la fecha, no se ha encontrado ninguna solución que permita volver a una unidad tan necesaria. Hay que desear, por lo menos, que no se hagan nuevas brechas creando nuevos símbolos.

Se mantiene el principio de exención de captura del personal sanitario y de retorno del mismo al respectivo ejército de origen, pero con las palabras «salvo acuerdo en contrario».

En la guerra de 1939-1945, el Convenio de Ginebra fue bastante generalmente respetado; pero los beligerantes, haciendo uso de la facultad que se les ofrecía, retuvieron nuevamente en los campamentos a los médicos y a los enfermeros para prestar asistencia a los cautivos; en ausencia de toda reglamentación, se tendió a tratar como prisioneros de guerra a los miembros de ese personal retenidos.

Tal fue, por lo que respecta a este Convenio, el punto más viva mente controvertido cuando, tras una conflagración sin precedentes, se decidió revisar y completar los Convenios de Ginebra. Fue la labor de la Conferencia Diplomática de 1949.

Sobre este cuestión particular prevaleció una solución de compromiso. Ahora es posible, con pleno derecho, la retención, de oficio, de una parte del personal sanitario en la medida en que el número de prisioneros lo justifique. Los médicos y los enfermeros así retenidos no serán prisioneros de guerra, pero tendrán los mismos derechos que éstos, con algunas facilidades suplementarias para el ejercicio de su misión. El personal restante será repatriado. Esta solución híbrida y vaga no ha satisfecho plenamente a nadie.

Que los futuros legisladores deduzcan de esta aventura una doble lección. En primer lugar, cuando uno se ve obligado a abrir una brecha en el muro convencional, previendo la facultad de una derogación mediante acuerdo, hay que prever, al mismo tiempo, las consecuencias de esta derogación y el régimen que de ella derivará, en lugar de dejarlo a las incertidumbres del porvenir, siguiendo la política llamada del avestruz.

En segundo lugar, en las Conferencias de plenipotenciarios, a menudo vale más imponer por votación mayoritaria, una solución bien tajante que pueda considerarse coherente, que adoptar textos ambiguos y oscuros con la esperanza de una unidad bastante ilusoria.

Otro punto débil de esta revisión: la parálisis de la aviación sanitaria. Antes de 1949, bastaba, para ser protegido, que un avión sanitario estuviera pintado de blanco con cruces rojas. En 1949, se dijo: la pintura es un medio ilusorio, pues actualmente se dispara contra los aviones antes de verlos. Así, se subordinó toda protección a un acuerdo entre beligerantes sobre el plan de vuelo. Como es muy difícil concertar acuerdos en plena guerra, sobre todo en casos de urgencia como éstos, ello cortó prácticamente las alas a la aviación sanita ria que, sin embargo, es un maravilloso medio de socorro.

Pero se volvió a un concepto más justo de las cosas en el Protocolo adicional, a los Convenios de Ginebra firmado cuando se efectuó la revisión de 1977, y que hasta ahora ha sido ratificado por unos treinta países. La ciencia ha aportado el remedio del mal que ella misma había causado porque, contrariamente a lo que se había afirmado, es posible la identificación de los aviones en vuelo. En un anexo muy técnico, figura ya un sistema con tres clases de señales -la luz azul centelleante, la señal de radio y el radar secundario- que acaba de integrarse en el procedimiento internacional de comunicaciones.

Otras mejoras significativas y oportunas fueron obra de la Conferencia Diplomática de 1974-1977. Ante todo, se otorga al personal sanitario civil, a condición de que esté bajo el control del Estado, una protección análoga a la que, desde 1864, tiene el personal sanitario militar. Así, podrá ostentar el signo de la cruz roja; se otorga también una extensión de la inmunidad a los servicios llamados de protección civil, que socorren a las víctimas de los bombardeos aéreos. Otras disposiciones salvaguardan el ejercicio de la misión médica, su independencia y su obediencia a la deontología médica.

Como puede verse, la reciente versión de este Convenio es digna de su larga tradición.

  2. El Convenio marítimo  

Hasta ahora sólo hemos hablado de los heridos de los ejércitos en campaña. ¿Cuál es la situación en el reino de Neptuno? Los progresos humanitarios tardaron mucho en aparecer sobre los mares, donde las condiciones de la lucha eran difíciles y las costumbres rudas. Sin embargo, en el siglo XVIII, los carteles firmados por jefes de los ejércitos enemigos comenzaron a contener algunas estipulaciones que protegían a la persona humana en las operaciones navale s: repatriación de los náufragos, restitución del personal sanitario, instalación de un «pabellón de tregua» para la inmunidad de los navíos que transportaban a los prisioneros canjeados.

No había escapado a los fundadores de la Cruz Roja la utilidad de extender a los océanos la protección del Convenio de Ginebra. Pero la sola mención, sin embargo, poco ambiciosa, hecha en el proyecto, de que estipulaciones análogas relativas a las guerras marítimas podrían ser objeto de un Convenio ulterior, fracasó ante la Conferencia Diplomática de 1864. ¿Por qué? Porque el buque de guerra acababa de ser objeto de las más profundas transformaciones de su historia gracias al vapor, a la hélice y al blindaje. Se carecía de datos sobre lo que en el futuro sería el combate naval.

Esta deficiencia del derecho se evidenció trágicamente en la batalla de Lissa, especie de «Solferino marítimo». El 20 de julio de 1866, enfrente de la costa dálmata, tras una alucinante refriega de cuatro horas, los navíos del almirante austríaco Tegethoff derrotaron a la flota italiana. Armado de espolón, el buque almirante «Re d'Italia» se hundió, arrastrando a la muerte a cientos de marinos, sin que ningún barco pudiera prestarles ayuda.

Así, el Comité de Ginebra preparó un proyecto de Convenio adaptando a la guerra marítima los principios del Convenio de 1864. Este proyecto fue aprobado por una Conferencia Diplomática reunida en Ginebra el año 1868; se otorgaba la protección, pero no la exención de captura, a esas espaciosas ambulancias flotantes que son los barcos hospitales. Pero el tratado nunca ha sido ratificado.

Fue necesario un nuevo desastre en las costas de Cuba, durante la guerra hispano-norteamericana de 1898, para que, el año siguiente, entraran en vigor, en la forma de uno de los Convenios de La Haya, las disposiciones previstas. Revisado en la segunda Conferencia de la Paz, se convirtió en el X Convenio de La Haya d e 1907, que estuvo en vigor durante las dos guerras mundiales. Sigue de cerca al Convenio de Ginebra de 1906: los náufragos son equiparados a los heridos; los barcos hospitales son inviolables y, esta vez, están exentos de captura, incluidos el personal sanitario y los miembros de la tripulación, que no pueden ser retenidos, pues sin ellos el barco hospital no sería más que chatarra.

No obstante, en el transcurso de la primera conflagración mundial, graves impugnaciones entre Potencias e incidentes sangrientos, comprometieron la aplicación del Convenio. La flota de uno de los beligerantes atacó y echó a pique barcos hospitales, alegando que éstos transportaban tropas y municiones y que, sobre todo, por disponer de submarinos, no podía ejercer el derecho de visita. Entonces, las Potencias adversarias hicieron escoltar militarmente sus barcos hospitales, renunciando en este punto a beneficiarse de lo dispuesto en el Convenio.

Durante la Segunda Guerra Mundial, fue asimismo atacado y, a veces, hundido cierto número de barcos hospitales, sobre todo en Extremo Oriente. La causa de la mayoría de estas tragedias fue la falta de un señalamiento suficientemente visible para las fuerzas aéreas. En el Convenio de 1907 se prescribe la colocación de cruces rojas solamente en los flancos, y no sobre la cubierta.

Así, la evolución de los métodos de guerra hizo necesaria una revisión, que se efectuó en 1949. Por lo tanto, el Convenio Marítimo es, a partir de entonces, uno de los Convenios de Ginebra, a cuyo ámbito jurídico nunca había dejado de pertenecer moralmente. Ahora es mucho más detallado, sin haber sido objeto de cambios profundos. Como tampoco lo fue, por lo demás, en 1977.

En nuestros días, el barco hospital sigue siendo un auxiliar de primera utilidad: en las guerras marítimas, sigue a las escuadras y recoge a las víctimas después de los combates; en las guerras continentales, es un medio de evacuaci ón de los heridos y enfermos; en las guerras «anfibias», sirve de hospital flotante permanente.

  3. El estatuto de los prisioneros de guerra  

Henry Dunant, que no era corto de vista, había propuesto, de entrada, determinar, mediante un Convenio internacional, el trato a los prisioneros de guerra, al mismo tiempo que el trato debido a los heridos. Pero sus colegas se habían mostrado más prudentes; querían avanzar paso a paso.

En 1863, cuando se fundó la Cruz Roja, los Estados Unidos, empeñados en la tan sangrienta guerra de Secesión, habían adoptado las «Instrucciones para los ejércitos en campaña», de un muy elevado nivel humanitario. El presidente Abraham Lincoln, profundamente atormentado por la índole fratricida de la lucha, había pedido a un jurista norteamericano de origen prusiano, Francis Lieber, una mente preclara, que las redactase. Estas «leyes de Lieber», como se las ha llamado, y que se inspiran en el pensamiento de los filósofos del siglo XVIII, se fundan en la idea de que la guerra sólo es lícita cuando se conduce según ciertas reglas.

Las leyes de Lieber eran de índole puramente nacional. Pero tuvieron gran eco, así como el monumental «Derecho internacional codificado», que publicó, en 1868, Jean-Gaspard Bluntschli, célebre jurista suizo, profesor en Alemania. Pronto se perfiló un movimiento para elaborar un estatuto de los prisioneros de guerra. En 1874, la Conferencia de Bruselas trabajó sobre este tema, así como el Instituto de Derecho Internacional, que publicó, en 1880, el «Manual de Oxford», cuyo autor principal fue Gustave Moynier, uno de los fundadores de la Cruz Roja.

Tras toda esta labor, se pudo redactar el famoso Reglamento anejo al IV Convenio de La Haya de 1899, sobre las leyes y costumbres de la guerra en tierra, revisado en 1907. En este Reglamento no hay más que 17 artículos a cerca de los prisioneros de guerra, artículos en los que se sienta el principio de que los prisioneros están en poder del Gobierno enemigo, pero no en poder de los individuos que los han capturado; este Gobierno puede internarlos para impedir que reanuden la lucha, pero debe tratarlos humanamente y mantenerlos como a las propias tropas; puede obligarles a realizar ciertos trabajos, pero no relacionados con las operaciones militares.

De 1914 a 1918, estas reglas rigieron la suerte que corrían 7 millones de seres humanos. Pero, por importantes que fueran estas garantías, el régimen de los prisioneros siguió siendo con frecuencia penoso en el transcurso del primer conflicto mundial. Sin bases jurídicas, el CICR fundó en su favor la Agencia Central de Prisioneros de Guerra, que a tantas familias liberó de la incertidumbre y de la angustia, e inauguró la inspección de los campamentos de internamiento por delegados neutrales, uno de los medios esenciales de que hoy se dispone para frenar la arbitrariedad de las potencias detenedoras.

Pronto se sintió la necesidad de completar el derecho en vigor, a pesar de que en plena guerra es muy difícil concertar acuerdos entre beligerantes.

Como los representantes de los Estados no habían sido autorizados para encontrarse, una personalidad neutral dirigía las negociaciones yendo de una sala a la otra. Más tarde, se entrevistaron los representantes. En 1917 y 1918, principalmente bajo los auspicios del Gobierno suizo, se concertaron finalmente unos diez acuerdos. Uno de ellos, del 26 de abril de 1918, permitió la repatriación de 100.000 prisioneros de edad o que habían sufrido un largo cautiverio.

Todo esto proporcionaba los materiales del futuro «Código de los prisioneros de guerra» que, firmado en Ginebra el año 1929, reglamentaría el cautiverio en toda su amplitud. Sin dejar de confirmar los principios anteriores, se hacen en el Convenio importantes progresos: la prohibición de represalias contra los prisioneros protegidos, la reglamentación del trabajo y de las sanciones penales y, sobre todo, la instauración de un control, ejercido por las Potencias llamadas protectoras, es decir, los Estados neutrales encargados de representar los intereses de un beligerante ante su adversario. Este control se completa con la actividad del CICR, a cuyos delegados se reconocen las mismas prerrogativas que a las Potencias protectoras.

En su conjunto, el Convenio de 1929 resistió a la prueba de fuego que pronto le impuso la Segunda Guerra Mundial. Para muchos cautivos fue una salvaguardia real, instituyendo un régimen mejor que en 1914-1918. Para convencerse de ello, basta comprobar que, donde estaba en vigor, la mortalidad de los prisioneros no superó el nivel normal, mientras que, en los campamentos militares donde no ejercía su influencia o en los campos de concentración civiles, asimismo no protegidos, varió entre el 30 y el 90%. Esto demuestra que, incluso si no se aplica íntegramente un Convenio humanitario es una barrera indispensable contra los abusos de poder.

Pero esto sólo es verdad para los individuos a quienes se aplicó el Convenio de Ginebra, es decir, 4 millones de personas de un total de 12 millones de prisioneros de guerra; solamente un tercio, desconsoladora comprobación. Además, se debe señalar que los prisioneros franceses y belgas se vieron privados de los servicios de toda Potencia protectora, como consecuencia de un acuerdo concertado entre Alemania y los Gobiernos de los dos países entonces ocupados.

Entre aquellos a quienes se rehusó que se beneficiasen del Convenio hay que mencionar primeramente a los prisioneros soviéticos en Alemania y a los prisioneros del Eje en la URSS. La URSS no era Parte del Convenio de Ginebra sobre el trato debido los prisioneros de guerra. En ambos lados del frente, los militares capturados quedaron sin garantías jurídicas, y la mortalidad fue espantosa. De los 3 millones de prisioneros de guerra en la URSS pereció aproximadamente un tercio (3). En Alemania, se registró, según ciertos cálculos, una mortalidad mayor todavía, a saber, de tres quintos (3,3 millones de muertos, de 5,7 millones de prisioneros).

Es fácil descubrir la causa profunda de esta tragedia. Los adversarios proclamaban, tanto el uno como el otro, que hacían una «guerra justa», esta vez en nombre de principios ideológicos: el enemigo era un criminal, contra el cual solamente podía hacerse una guerra implacable.

Los prisioneros aliados en poder de las fuerzas japonesas sólo disfrutaron en una medida reducida de las ventajas del Convenio. Japón no era Parte del Convenio de 1929 y, a instancias del CICR, aceptó aplicarlo, pero según su beneplácito.

Por último, so capa de argumentos jurídicos, o pseudojurídicos, se rehusó que ciertas categorías de prisioneros se beneficiaran, de manera más o menos completa, del Convenio: así sucedió con los «guerrilleros» en los países ocupados; con los «internados militares» italianos, capturados por Alemania después del armisticio de 1943; con los prisioneros «transformados» en trabajadores civiles y, finalmente, con el «surrendered enemy personnel», es decir, los soldados del Eje que se habían rendido en masa en la capitulación de 1945.

Así pues, uno de los objetivos principales de la revisión efectuada en 1949 era ampliar el circulo de personas que, en caso de captura, tendrían derecho al estatuto de prisioneros de guerra. Tal es la finalidad del largo artículo 4, verdadera clave del III Convenio de Ginebra.

El punto más delicado era el relativo a los «guerrilleros», es decir, los combatientes que continúan la lucha en territorio ocupado. En el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, el ocupante no los había considerado como combatientes, sino como francotiradores, y había ejercido contra ellos una rep resión draconiana.

La Conferencia Diplomática de 1949 hizo suya la famosa disposición del Reglamento de La Haya en la que constan las cuatro condiciones que deben reunir los combatientes para beneficiarse del derecho internacional: tener un jefe responsable, ostentar un signo distintivo fijo, llevar las armas a la vista y conformarse a las leyes y costumbres de la guerra. Después, equiparó los guerrilleros a las milicias y los cuerpos de voluntarios, admitidos junto al ejército regular, a condición de que «pertenezcan» a una parte en el conflicto. Por último, innovando con respecto a La Haya, se previó que las formaciones podrían actuar también en territorio ocupado.

Por consiguiente, se dio un gran paso hacia adelante por lo que respecta al reconocimiento de los movimientos de resistencia, sin ocultar que buen número de los resistentes de la última guerra mundial no se habría podido beneficiar de estas disposiciones.

Por ello, la Conferencia Diplomática de 1974-1977 concentró su atención sobre este mismo sector, cuando el mundo se enfrentaba con el fenómeno de la «guerrilla» ya antiguo, pero que había adquirido tal amplitud que ya no era posible ignorarlo. La protección de sus víctimas, comenzando por la población civil, había llegado a ser una necesidad.

La guerrilla se caracteriza por el hecho de que los combatientes actúan a menudo en la clandestinidad, preparan golpes de mano y tienden emboscadas, tratan de hacer reinar la inseguridad. Aparecen, sobre todo, cuando hay un gran desequilibrio entre las fuerzas que se enfrentan: por un lado, tropas regulares, fuertemente armadas; por otro lado, «guerrilleros», que intentan compensar su inferioridad recurriendo a la lucha encubierta e incluso al terrorismo, el arma de los débiles. En este caso, las fuerzas gubernamentales ponen todo su empeño en una represión a veces virulenta y, casi fatalmente, también ellas salen de la legalidad.

La solución, vivamente debatida, consistió primeramente en definir con más precisión las fuerzas armadas y, después, en ampliar la categoría de combatientes haciendo más flexibles las condiciones tradicionales de La Haya. Ahora se dice que los combatientes deben distinguirse de la población civil, pero no se dice cómo. Puede ser mediante un signo distintivo, pero por lo menos llevando las armas a la vista. Sin embargo, en el Protocolo de 1977 se reconoce que hay casos en los cuales los guerrilleros no pueden distinguirse de la población sin comprometer su vida o el éxito de la operación. Si es así, ya no se les pide que lleven las armas a la vista más que durante el combate y el despliegue que preceden inmediatamente al ataque.

Otro punto sobre el cual la versión de 1949 aportó un neto progreso es la repatriación de los prisioneros de guerra tras haber finalizado el conflicto. En el Convenio de 1907 se declara que debe tener lugar después de firmarse la paz. Pero el Tratado de Versalles no entró en vigor hasta 1920, de modo que innumerables cautivos no volvieron a ver su hogar hasta pasados dos años y medio después del último disparo de fusil. En el Convenio de 1929 se trató de apresurar el retorno hablando igualmente de armisticio, pero la Segunda Guerra Mundial terminó para muchos países sin tratado de paz e incluso sin armisticio. De nuevo, millones de militares quedaron en los campamentos cuatro años después de la capitulación.

En el texto revisado el año 1949 se estipula que se efectuará la repatriación sin demora después de finalizadas las hostilidades activas.

Se podía pensar que la cuestión estaba resuelta. Pero, terminada la guerra de Corea, surgió una controversia cuando numerosos prisioneros en poder de las fuerzas aliadas rehusaron ser devueltos a su país de origen. ¿Había que repatriarlos contra su voluntad? Las Naciones Unidas respondieron negativamente a esta pregunta, y a nadie se le obligó a partir. En el futuro, y sin dejar de tener en cuenta consideraciones de humanidad en casos individuales, habrá que velar cuidadosamente por no menoscabar el principio fundamental de la repatriación; de lo contrario, se corre el riesgo de que finalmente, por diversos pretextos, ya nadie sea repatriado.

Señalemos todavía que los Convenios de Ginebra de 1949 han sido universalmente ratificados, en particular el que determina el trato debido a los prisioneros de guerra, lo cual es un progreso considerable con respecto a su versión de 1929, pues ya hemos visto que esta falta de universalidad fue entonces un obstáculo y la causa de grandes dramas que tuvieron lugar durante la Segunda Guerra Mundial.

  4. La protección de las personas civiles contra la arbitrariedad  

En tiempo de paz, se determina el estatuto de los extranjeros mediante tratados, y tanto sus personas como sus bienes están protegidos por los órganos diplomáticos y consulares de su país de origen. Pero, en cuanto surge un conflicto armado, se derrumba todo este edificio de derecho contractual.

Todavía no hace mucho tiempo, estas numerosas personas civiles, establecidas a veces desde hacía decenios, incluso desde hacía varias generaciones, en la región, se veían privadas de toda protección jurídica y estaban a la merced de las autoridades del país de residencia, lo más a menudo poca merced.

En los tiempos modernos ha triunfado, tras siglos de oprobio, el principio según el cual las operaciones militares deben limitarse a las fuerzas armadas y los no combatientes quedan fuera de la lucha.

Trataremos aquí la cuestión desde el punto de vista de la protección de las personas civiles contra la arbitrariedad o los abusos de poder del enemigo, reservando para otro apartado la protección de la población contra el empleo de las armas.

El Reglamento de La Haya de 1899, revisado en 1907, contiene algunas disposiciones elementales aplicables a las personas civiles. Por ejemplo, prescribe respetar «el honor y los derechos de la familia, la vida de los individuos y la propiedad privada». Pero solo se prevé la protección desde el punto de vista de la ocupación del territorio.

Cuando, en 1907, tuvo lugar la refundición, la delegación japonesa había propuesto mencionar que las personas civiles que habitan el territorio de la Potencia adversaria no sean internadas, salvo en caso de necesidad militar. Esta enmienda fue rechazada, por unanimidad (pongo de relieve), no porque los delegados despreciaran a las personas civiles, sino al contrario, porque el principio del no internamiento «se daba por supuesto».

En 1914-1918, se vio lo que ocurría realmente. Ya el primer día de la movilización, la mayoría de los Estados cerraron sus fronteras y retuvieron a las personas de nacionalidad enemiga, que fueron casi todas internadas. Citaremos el nombre de una sola de ellas: el doctor Albert Schweitzer (4). El CICR improvisó toda una acción para prestarles ayuda. Una vez más, se vio lo ingenuo que es fiarse de las cosas que se dan por supuestas.

Después del conflicto, el CICR hizo lo posible por remediar una tan dolorosa y patente deficiencia del derecho internacional. Redactó un proyecto de Convenio y propuso que se examinara al mismo tiempo que el texto sobre el trato debido a los prisioneros de guerra. Pero esta iniciativa no agradó en las altas esferas: se llegó incluso a decir, no sin hipocresía, que seña traicionar la causa de la paz universal, que era el objetivo de la nueva Sociedad de Naciones. Por lo tanto, la Conferencia Diplomática de 1949 sólo se ocupó de los militares.

Sin embargo, el CICR presentó su proyecto a la XV Conferencia Internacional de la Cruz Roja, celebrada en Tokio el año 1934, que lo aprobó.

Por lo que atañe a las personas civiles en territorio enemigo, en el Proyecto se limitaba el internamiento a las personas movilizables o sospechosas; se permitía volver a su patria a quienes lo desearan; se prohibían las evacuaciones forzosas y las deportaciones en masa; se preveía un régimen de libertad para quienes se quedaran, a reserva de las necesarias medidas de control y de seguridad; por último, se aplicaría a las personas civiles internadas un trato por lo menos igual al debido a los prisioneros de guerra.

Estaban prohibidas, en los territorios ocupados, las deportaciones de población y las ejecuciones de rehenes, y se garantizaba a las personas civiles el derecho a recibir y enviar correspondencia, así como a recibir socorros.

Por último, en el proyecto se instituía un control equivalente al que se estipula en el Convenio de 1929 para los prisioneros de guerra.

La Conferencia de la Cruz Roja encargó al CICR prever, de acuerdo con el Gobierno suizo, la reunión de la Conferencia Diplomática que confiriera vigor al «Proyecto de Tokio».

El CICR recibió todo el apoyo del Consejo Federal suizo, que aceptó convocar la Conferencia y envió el proyecto a los Estados, como base para las deliberaciones. Pero habiéndose hecho esperar las respuestas a la invitación helvética -la urgencia del problema estaba todavía lejos de ser comprendida por todo- solamente en 1939 se fijó la fecha de la Conferencia para comienzos de 1940. Pero era demasiado tarde: el desencadenamiento de las hostilidades imposibilitó su reunión.

Ya los primeros días de la guerra, el CICR propuso a los Estados beligerantes poner en vigor el Proyecto de Tokio. Ante la poca diligencia demostrada, surgió después una solución subsidiaria en favor de las personas civiles que se encontraban en territorio enemigo al comienzo de las hostilidades, es decir , aplicar a quienes fueran internados las pertinentes disposiciones del Convenio sobre los prisioneros de guerra. Esta solución reducida fue aceptada por las Potencias, entre las cuales se concertó una especie de acuerdo por medicación del CICR. El resultado fue que unas 160.000 personas civiles disfrutaron de un estatuto jurídico y de garantías análogas a las de los prisioneros de guerra.

Pero nada se había previsto en favor de las personas civiles de los países ocupados, siendo así que el Proyecto de Tokio, si hubiera sido aprobado, habría salvaguardado también a esta categoría de personas. Ahora bien, la ocupación de la mayor parte de Europa por los Estados del Eje hizo que millones de personas civiles cayeran bajo la dependencia de un solo beligerante. Como se había roto el equilibrio y la reciprocidad ya no ejercía su influencia moderadora, estas personas civiles se vieron cada vez más sometidas a la arbitrariedad: millones de ellas estaban expuestas a deportaciones, a tomas de rehenes, a internamiento en los campos de concentración, a las peores crueldades y a la muerte. Todos conocen este gran drama de los tiempos modernos.

Privado de toda base jurídica, el CICR multiplicó, no obstante, sus gestiones. Aunque le fue posible actuar, en cierta medida, en los países aliados de Alemania, en este país tropezó con una deliberada oposición. Le fueron denegadas todas las informaciones sobre las personas civiles, y se prohibió a sus delegados, salvo en la fase última de la guerra, la entrada a los campos de concentración. Sin embargo, algunas concesiones arrancadas pacientemente, con cuentagotas, le permitieron finalmente hacer llegar algunos socorros alimentarios a aquellos desdichados, lo que salvó muchas vidas.

Así pues, los trabajos de la postguerra tendentes al desarrollo del derecho humanitario estuvieron dominados por la imperiosa necesidad de disponer, finalmente, de un instrumento diplomático eficaz que aportara a las personas civiles garantías que tan larga y cruelmente les habían faltado, porque, como decía el entonces presidente del CICR, señor Max Huber: «el desarrollo hacia una forma cada vez más próxima a la guerra total ha nivelado prácticamente, en el peligro y en el dolor, a los ejércitos y a la población».

La empresa era ardua, porque se trataba de un ámbito jurídico casi enteramente nuevo. Los Convenios de Ginebra sólo se aplicaban, hasta entonces, a los militares, clase bien circunscrita, bajo la autoridad de jefes responsables y sometida a una estricta disciplina; por consiguiente, era necesario abarcar a la masa inorganizada de las personas civiles diseminada en el conjunto de los territorios.

Además, el nuevo Convenio no debía limitarse, como los anteriores, a proteger a las personas que eran víctimas de la guerra, sino que también debía impedir que personas lleguen a ser víctimas. Según otra fórmula de Max Huber, «se entraba en una lucha cuerpo a cuerpo con la guerra misma, puesto que ya no se trataba solamente de mitigar los sufrimientos, sino de cegar las fuentes de las cuales fluyen». Además, los heridos o los prisioneros son seres ya inofensivos, lo que no puede decirse de gran número de personas civiles. Por consiguiente, se entraba en un terreno mucho más movedizo que en el pasado.

Por ello, el IV Convenio de Ginebra es una gran conquista de la Conferencia Diplomática de 1949.

Contiene, en primer lugar, la enunciación de los grandes principios que garantizan en todas las circunstancias, el respeto a la persona humana; así, se prohíben la coacción, la tortura, los castigos colectivos y las represalias, la toma de rehenes, las deportaciones.

Sin dejar de reconocer el derecho que tienen los extranjeros a salir del territorio al comienzo, o en el transcurso del conflicto, también consta en el Convenio el derecho que tiene el Estado a retener a quienes puedan lle var armas o a quienes guarden secretos. Las personas a quienes rehuse autorización para salir del territorio podrán obtener que un tribunal competente reconsidere esta negativa en el plazo más breve posible. Tales personas podrán vivir normalmente.

¿En qué casos se permitirá internar a personas civiles? Solamente si esas personas amenazan seriamente la seguridad del Estado. Además, podrán solicitar que un tribunal competente reexamine el caso dos veces al año.

En los territorios ocupados, sólo se podrá imponer que trabajen las personas civiles si tienen más de 18 años, excluyéndose toda participación en las operaciones militares. La Potencia ocupante está obligada a encargarse del aprovisionamiento del país en víveres y en medicamentos, del funcionamiento de los servicios públicos y del mantenimiento de la salud. Cuando no lo consiga, deberá aceptar los envíos de socorros del extranjero.

Una sección se refiere a la legislación aplicable en los territorios ocupados. Estas disposiciones permiten a la Potencia ocupante mantener el orden y luchar contra los movimientos de insurrección, sin dejar de proteger a la población contra la arbitrariedad. En principio, el ocupante debe mantener la legislación en vigor y los tribunales nacionales.

El progreso capital es que todas las personas civiles privadas de libertad, por la razón que fuere, disfrutarán, en adelante, de un trato detalladamente reglamentado equivalente, mutatis mutandis, al debido a los prisioneros de guerra.

En el Protocolo adicional I de 1977 pocas disposiciones versan sobre la protección de las personas civiles contra los abusos de poder. Pero hay que mencionar el importante artículo 75, titulado «Garantías fundamentales», que ocupa no menos de tres páginas. Mucho más todavía que el artículo común 3 de 1949, el artículo 75 es un miniconvenio en el que se enuncia el trato mínimo debido a todas las personas afectadas por la guerra que no estén expresamente protegidas por los Convenios, es decir, por ejemplo, los súbditos de Estados neutrales o de Estados no obligados por los Convenios, los espías, los mercenarios.

Este «compendio de la ley» remedia una deficiencia real y contribuirá a limitar la arbitrariedad, a pesar de que las salvaguardias que expresa estén ya contenidas en la mayor parte de las legislaciones nacionales. Contiene, en particular, una muy completa enunciación de las garantías judiciales que han de otorgarse a cualquiera. Citemos todavía estipulaciones en favor de los refugiados, de las mujeres y de los niños.

Pero, donde la Conferencia de 1977 realizó la obra de legislación más innovadora fue, como se verá más adelante, en el ámbito de la protección de la población contra los bombardeos aéreos.

  5. Los conflictos internos  

Para la Cruz Roja, no hay conflictos legítimos y conflictos ilegítimos: no hay más que víctimas que han de ser socorridas. El principio de humanidad, que guía su acción, así como el desarrollo del derecho humanitario, se extiende, sin distinción, a todos los seres humanos que sufren. La sangre tiene siempre y en todas las partes el mismo color. Así pues, el CICR tenía que entrar en liza.

La cuestión, de capital importancia, con la que había de enfrentarse era la siguiente: ¿cómo lograr que las normas que protegen a la persona humana en las guerras internacionales, o por lo menos sus principios esenciales, puedan aplicarse en los conflictos internos?

Históricamente, la Cruz Roja trató, en primer lugar, la cuestión de la guerra civil. Esta forma de enfrentamiento, de la que Shakespeare ya había dicho que se emparienta con el suicidio -¿no es la autodestrucción de un pueblo?- es una de la s grandes plagas de la humanidad y tan antigua como ella. Las guerras civiles engendran proporcionalmente más sufrimientos que las guerras internacionales, a causa de su índole rencorosa y encarnizada. ¿Por qué? Permítasenos ser cínicos: porque se conoce a la gente contra la que se combate y porque hay razones personales para estar resentidos con ella. Al contrario, en los choques entre naciones, ¿cuántos soldados tienen quejas personales contra el enemigo? Seguramente muy pocos.

¿Cómo podría caracterizarse mejor la mentalidad que preside las luchas intestinas que con las horrendas palabras que, según Suetonio, pronunció el emperador Vitelio en el campo de batalla de Bedriac? Cuando sus compañeros le dijeron que los cuerpos de sus adversarios políticos, largo tiempo sin sepultura, no olían bien, respondió: «el cadáver de un enemigo huele siempre bien, y huele todavía mejor cuando es el de un compatriota».

Al mismo tiempo que guerras internacionales, siempre ha habido en la historia levantamientos contra el soberano y el orden establecido, a menudo como justa reacción contra los abusos de un poder tiránico. Se los llamaba revoluciones, insurrecciones, rebeliones, luchas intestinas; hoy se llaman guerras subversivas. Estas conflagraciones se parecían, como dos hermanas, a las guerras regulares, pero con una diferencia característica y sumamente nefasta: nadie pensaba que el derecho tenía que intervenir en estas revueltas, que eran reprimidas con la máxima brutalidad, con frecuencia ahogadas en sangre.

No nos incumbe examinar aquí la cuestión desde el punto de vista de la legitimidad del levantamiento, ni del derecho, para la mayoría de los ciudadanos, a tratar de derribar un régimen de opresión. Nos situamos únicamente en el terreno humanitario.

Hasta llegado el siglo XVIII no apareció la idea de que los principios del derecho deben aplicarse incluso a quienes hayan tomado las armas contra el pode r. Vattel, jurisconsulto de Neuchâtel, fue el primero que, de manera muy tímida todavía, la formuló.

Menos de veinte años después nacía una gran esperanza: en el transcurso de la Guerra de Independencia norteamericana, las dos partes pusieron en vigor las reglas consuetudinarias de la guerra. Pero pronto hubo que desengañarse: otras veleidades de autonomía han sido aplastadas con el mayor rigor; por ejemplo, en Grecia, en Polonia, en América Latina.

Durante la Guerra de Secesión, a pesar de su índole mortífera, no fue preterido el derecho, gracias a Abraham Lincoln y a su asesor jurídico Francis Lieber, que dedicó al conflicto interno toda una sección de las famosas «Instrucciones para los ejércitos en campaña» y afirmó el deber que las dos partes tienen de respetar las leyes de la guerra.

Pero, en conflictos ulteriores, se volvieron a cometer matanzas y atrocidades. Así, en 1871, tras la insurrección de la Comuna de París, cerca de 25.000 personas perecieron en ejecuciones sumarias.

Fue entonces cuando el CICR salió a la palestra en favor de una evolución de las ideas en un sentido más liberal. Pero había que salvar obstáculos enormes, casi insuperables: las murallas de las dos sacrosantas ciudadelas que se llaman la soberanía nacional y la seguridad del Estado. Es evidente que un Gobierno no tiene enemigos más mortales que los individuos que quieren derrocar por la fuerza el régimen establecido. Así, los considerara, sin más, como criminales y querrá tener las manos libres para aplastar el levantamiento, sin que miradas indiscretas vengan a juzgar la legitimidad de los medios empleados. Por lo tanto, no es sorprendente que los esfuerzos humanitarios en este delicado ámbito hayan tropezado siempre con una gran resistencia por parte de los Estados, y que se les haya hecho dos reproches: tentativa de injerencia en los asuntos interiores y ayuda material o de prestigio a bandidos.

Fue durante la segunda guerra carlista de España, en 1872-1876, cuando el CICR atravesó el Rubicón y, por primera vez, presto asistencia a las víctimas de una guerra civil. Por mediación del presidente de la Cruz Roja Española, doctor Landa -insigne figura humanitaria-, obtuvo que se diera al ejército la orden de respetar a los heridos, al personal sanitario y a los prisioneros.

Poco más tarde, en 1874, cuando tuvo lugar la insurrección de Herzegovina, el CICR decidió emprender una acción de socorro directo y envió a un delegado sobre el terreno, poniendo de relieve que los móviles de la Cruz Roja son «exclusivamente humanitarios y ajenos a la política».

La cuestión de una eventual reglamentación de las guerras civiles se debatió, el año 1912, en una Conferencia Internacional de la Cruz Roja. Tras una larga reseña, el delegado norteamericano, señor Clark, abogaba por la intervención de la Cruz Roja en tales conflictos. Su reseña suscitó vivas reacciones. Así, el representante ruso declaró: «...las Sociedades de la Cruz Roja no tendrían ningún deber que cumplir con las bandas de insurrectos o de revolucionarios, que, según las leyes de mi país, sólo pueden ser considerados como criminales». Se estaba lejos del espíritu de la Cruz Roja. No se tomó decisión alguna.

Este fracaso no impidió al CICR actuar, de 1917 a 1919, durante los acontecimientos revolucionarios que trastornaron la Europa oriental. El 7 de agosto de 1918, Lenin firmó un decreto reconociendo el Convenio de Ginebra; esto no quiere decir que fuese respetado en el transcurso de las hostilidades. En Hungría, el CICR obtuvo de Bela Kun el derecho a visitar y asistir a los detenidos.

En 1921, la Conferencia Internacional de la Cruz Roja volvió a mejores, sentimientos, y, esta vez, proclamó el derecho moral, para las víctimas de las guerras civiles, a ser tratadas y socorridas de conformidad con los principios humanitario s.

En 1936, estalló la guerra civil en España, que ensangrentó durante tres años la península ibérica. La acción del CICR logró cierta atenuación de los males del conflicto: solicitó el respeto a los hospitales; sus delegados visitaron a 40.000 prisioneros y canjearon rehenes; las familias intercambiaron correspondencia por mediación de la Agencia de Ginebra.

Finalizada la segunda conflagración mundial, se vio muy pronto que habría cada vez menos guerras internacionales y cada vez más guerras civiles: no cabe duda de que la subversión ha llegado a ser el arma favorita. Y fue así como el CICR tuvo la idea de introducir en el derecho positivo una disposición -el famoso articulo 3 común- que trataría nada menos que de someter al derecho internacional un fenómeno nacional.

Este fue el problema que hubo de resolver la Conferencia Diplomática de 1949 tras los más largos y apasionados debates. La solución resultante es nueva, atrevida, paradójica; es una etapa decisiva en la evolución del derecho moderno, que tiende a limitar la soberanía del Estado en beneficio del individuo.

El sistema consistió en distinguir entre los principios fundamentales de los Convenios -reglas de humanidad que tienen valor absoluto- cuya observancia se impone en todas las circunstancias, y las demás disposiciones, que las Partes deberán hacer lo posible por poner, total o parcialmente, en vigor, mediante acuerdos especiales.

Dado que estos principios no estaban bien definidos en 1949, la Conferencia reprodujo, con esta finalidad, en el cuerpo del artículo 3, una fórmula general sobre el respeto a la persona, que el CICR había propuesto en vano como preámbulo a los Convenios. Se añadió la enumeración de actos que están prohibidos de todos modos, tales como los atentados contra la vida, la integridad corporal y la dignidad de las personas, la toma de rehenes y las condenas no dictadas por un tribun al legítimamente constituido.

Sin embargo, la finalidad del artículo 3 no es impedir que las personas que hayan tomado las armas contra el Gobierno establecido sean condenadas por este acto en virtud de la ley nacional. No se dio el gran paso que habría consistido en conceder a los rebeldes capturados el mismo trato que a los prisioneros de guerra.

Mencionemos todavía que la aplicación de dicho artículo «no surtirá efectos sobre el estatuto jurídico de las Partes en conflicto», o que «un organismo humanitario imparcial, tal como el CICR, podrá ofrecer sus servicios», y tendremos la sustancia de la disposición, especie del «convenio en miniatura», como lo calificó un delegado.

En su forma actual, este artículo es un progreso decisivo hacia la universalidad del derecho de Ginebra. Ha prestado ya valiosos servicios. Ha tenido aplicación práctica, en una medida más o menos amplia, según la buena voluntad que haya encontrado porque, no hay que dejar de decirlo, algunos Estados han negado simplemente la existencia de un conflicto interno.

Pero el artículo 3 sólo era un primer paso; es tan embrionario y tiene tantas deficiencias que se imponía un desarrollo de envergadura. Así, el CICR, en previsión de la Conferencia Diplomática de 1974, consideraba que tenía que dedicar a esta categoría de conflictos la totalidad de uno de los dos proyectos de Protocolos adicionales. En líneas generales, se trata de una versión simplificada del Protocolo I, adaptada a las condiciones particulares que prevalecen en estos enfrentamientos.

El precio pagado por la aceptación de un Protocolo detallado fue la definición restrictiva de su ámbito de aplicación, que es menos extenso que el del artículo 3. Se habla de un conflicto armado que tiene lugar entre las fuerzas gubernamentales y fuerzas armadas disidentes o grupos armados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable, ejercen sobre una parte de su territorio un control tal que les permite llevar a cabo operaciones militares continuas y concertadas y aplicar el Protocolo. Se tomó también la precaución de excluir expresamente los simples disturbios interiores, motines, tensiones y actos aislados de violencia.

Por consiguiente, el Protocolo II sólo se aplicará a conflictos de gran intensidad, pero sin que se trate forzosamente de una guerra civil caracterizada, pues aquí no se exige el reconocimiento de beligerancia, ni la existencia de un poder cuasigubernamental en la parte sublevada. Sin embargo, como se estipula expresamente, el artículo 3 de 1949 sigue estando en vigor: por lo tanto, el CICR podrá siempre invocarlo en los conflictos no cubiertos por el Protocolo II.

La aprobación del texto final dio lugar a una verdadera sorpresa. Tras una gran oposición de algunos países del Tercer Mundo, del proyecto se amputó, a última hora, más o menos la mitad de sus disposiciones, solución a la cual se adhirieron las demás delegaciones sin, por lo demás, hacerse demasiado de rogar.

El Protocolo II, que tiene 27 artículos, adolece de esta sumaria y poco estudiada mutilación. Pero tal como se presenta, es un progreso real del derecho humanitario. En las disposiciones más importantes se estipulan garantías fundamentales para todas las personas que no participan en las hostilidades, particularmente las mujeres y los niños, y un trato humano para las personas privadas de libertad. Las diligencias penales conllevan garantías judiciales apropiadas, pero dejando siempre la posibilidad de comparecencia en juicio de las personas que hayan tomado las armas contra el Gobierno.

Hasta entonces, nada hacía obligatoria la aplicación del derecho de La Haya en los conflictos internacionales, y así la población quedaba a merced de la arbitrariedad del Gobierno, especialmente por lo que atañe al empleo de las armas y a los bombardeos aéreos. En el Protocolo se introdujo una atrevida innovación que remedia esa gran deficiencia, volviendo sobre los principios del Protocolo I. Se estipula que la población civil no debe ser objeto de ataques, del mismo modo que los bienes indispensables para su supervivencia, y que están prohibidos los actos cuya finalidad sea aterrorizar; es interesante que se haya conservado la protección de las grandes obras que pueden liberar fuerzas peligrosas.

Como hemos visto, el artículo 3 de 1949 y el Protocolo II sólo se aplican stricto jure a los conflictos armados no internacionales. No se extienden a los simples disturbios interiores o a las tensiones políticas. En la práctica, por lo que respecta a estos acontecimientos, el CICR ha hecho lo posible por prestar asistencia a las víctimas y visitar, donde recibe autorización, a los detenidos políticos.

En lo jurídico, la protección de los individuos, en tales circunstancias, depende más de los derechos humanos que del derecho de Ginebra, y no trataremos aquí esta cuestión.

  6. El derecho de la guerra  

Como hemos dicho, en el derecho de la guerra propiamente dicho, o derecho de La Haya se determinan los derechos y los deberes de los beligerantes en la conducción de las operaciones y se limita la elección de los medios para causar daños al enemigo. Tiene un ámbito de aplicación más amplio que el derecho de Ginebra, pero presenta asimismo un carácter humanitario, aunque menos específico, pues tiene por principal objeto mitigar los males de la guerra y las violencias inútiles con respecto a la finalidad de la guerra, que es debilitar la resistencia del adversario. Comparando estos dos ámbitos jurídicos, se ha dicho que, al contrario del derecho de Ginebra, el de La Haya procede de la razón más que del sentimiento, del interés mutuo más que de la filantropía.

Evocaremos aquí dos aspectos del derecho de la guerra que nos interesan particularmente por razón de su manifiesta inspiración humanitaria: la protección de la población civil contra los efectos de las hostilidades y la prohibición de determinadas armas o la restricción de su empleo.

Si todo el derecho humanitario procede del gran impulso creador dado en Ginebra el año 1864, el primer capítulo del derecho de la guerra se escribió en San Petersburgo, el año 1858. Alarmado por la invención de una bala hueca, llena de pólvora, que explotaba en el punto del impacto, el zar Alejandro II -que ya había manifestado sus convicciones humanitarias aboliendo la esclavitud- convocó en su capital una conferencia para «mitigar, en lo posible, las calamidades de la guerra». El 11 de diciembre de 1868, se firmó en la Conferencia la Declaración de San Petersburgo, que obliga todavía hoy a 17 Estados. Prohibe no solamente la bala explosiva, sino también, a propuesta de la delegación suiza, «todo proyectil de un peso inferior a 400 gramos que sea explosivo o esté cargado de materias fulminantes o inflamables». Señalemos de paso que esta última prohibición -la de los proyectiles inflamables- no fue respetada en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Pero lo que da un profundo significado a la Declaración de San Petersburgo es que, en su preámbulo y por primera vez, se formuló, con una admirable precisión, el principio fundamental del derecho de la guerra.

Se puede leer, en dicho preámbulo:

«Considerando… que el único objetivo legítimo… de la guerra es el debilitamiento de las fuerzas militares del enemigo; que para ello basta poner fuera de combate al mayor número posible de hombres; que se sobrepasaría esta finalidad empleando armas que agraven inútilmente los sufrimientos de los hombres puestos fuera de combate o hagan que su muerte sea inevitable; que el empleo de semejantes armas sería, por lo tanto, contrar io a las leyes de la humanidad...»

Destaquemos que la Declaración contiene también una firme promesa de las Potencias a concertarse en el futuro para prohibir el uso de armas inhumanas. Se haría bien en recordarlo.

La obra de Francis Lieber y de Bluntschli había preparado la opinión pública a la idea de que era necesaria y posible una reglamentación de la guerra. Esta aspiración se plasmó en la convocación, por el zar de Rusia, de una Conferencia para la codificación del derecho de la guerra, que se celebró en Bruselas el año 1874.

La cuestión más debatida fue la definición de combatientes, cuando se trató de determinar el círculo de las personas con derecho a participar en la lucha. Así, se redactaron en Bruselas las cuatro famosas condiciones que se reproducirán ulteriormente, palabra por palabra, en el Reglamento sobre las leyes y costumbres de la guerra. Por lo que atañe a los bombardeos, se dice ya que no se deben atacar las ciudades o localidades «abiertas, que no estén defendidas», base para los futuros textos de La Haya.

La Declaración de Bruselas nunca ha tenido fuerza de ley, porque no ha sido ratificada. Pero, gracias a ella, se llegó a una etapa importante. Por su parte, el Instituto de Derecho Internacional aprobó, en 1880, el Manual de Oxford, redactado por Moynier, uno de los fundadores de la Cruz Roja. En el manual se formulan los principios del derecho de la guerra con perfecta claridad y se establece un justo equilibrio entre el ideal humanitario y las exigencias militares.

En 1898, el zar Nicolás II convocó la primera «Conferencia de la Paz», que tuvo lugar en La Haya, para delimitar los males de la guerra y prohibir armas nuevas, lo que despertó grandes esperanzas. Pero los representantes de 26 países, reunidos el 18 de mayo de 1899, renunciaron muy pronto a reducir los armamentos, a proscribir los explosivos y los submarinos. No obstante, la Con ferencia prohibió «lanzar proyectiles desde globos», emplear gases asfixiantes -lo que era todavía del ámbito de la ciencia ficción- así como las «balas que se dilatan o se aplastan en el cuerpo humano», llamadas balas dum-dum (bien reales éstas), que causaban horrorosas heridas.

Pero la tarea principal de la Conferencia era redactar el «Reglamento sobre las leyes y costumbres de la guerra en tierra», ampliamente inspirado en la Declaración de Bruselas y en el Manual de Oxford. Volveremos sobre esto cuando hablemos de los textos revisados de 1907.

Junto al Convenio para la adaptación del Convenio de Ginebra de 1864 a la guerra marítima, añadamos, en el marco de 1899, el Convenio para el arreglo pacífico de los conflictos.

La Conferencia expresó el deseo de que se celebrase, para completar su obra, una segunda Conferencia de la Paz, que tuvo lugar el año 1907, también en La Haya, esta vez convocada por el presidente de los Estados Unidos.

Se revisaron el Reglamento y los otros dos Convenios, sobre todo el que versa sobre el arreglo pacífico de los conflictos; de hecho, se añade el esbozo de un procedimiento para prevenirlos: el arbitraje. De las tres declaraciones, se reproducen dos: las relativas a las balas dum-dum y a los proyectiles lanzados desde globos.

Entre los nuevos Convenios, uno versa sobre el comienzo de las hostilidades, otro sobre los derechos y deberes de los neutrales; los otros siete sobre la guerra en el mar, y es ésta la obra principal de 1907.

El Reglamento de La Haya ha regido la guerra en el transcurso del siglo XX, y algunas de sus disposiciones están todavía en vigor. Por una parte, se determinan los derechos y deberes de los beligerantes en la conducción de las hostilidades, en particular el comportamiento de los combatientes y, por otra parte, se limita la elección de los medios para causar daños. Sin embargo, en muchos puntos, el Reglamento ha sido completado, e incluso reemplazado, por los Convenios de Ginebra y, recientemente, por sus Protocolos adicionales.

Ahora trataremos, como habíamos anunciado, los dos principales ámbitos de la guerra.

a) La protección de la población civil contra los efectos de las hostilidades  

     

Se tardó mucho en establecer el principio de la distinción entre combatientes y no combatientes. Durante siglos, se consideró que la guerra oponía no solamente a los Estados y a sus ejércitos, sino también a los pueblos; de esta forma, las personas civiles quedaban abandonadas al beneplácito de los vencedores que, muy a menudo, cuando les perdonaban la vida, los sometían a trabajos forzados, los despojaban de sus bienes y los trataban con desprecio de los derechos más elementales.

Grocio admitía aún esta situación en la época de la Guerra de los Treinta Años.

La idea de que la población civil debe quedar fuera de la guerra apareció en el siglo XVI, para afirmarse en el siglo XVIII. Desafortunadamente, el gigantesco desarrollo de los medios de guerra en el siglo XX, si no ha puesto en tela de juicio el principio, en la práctica lo ha puesto en peligro. La amenaza de la guerra total oscurece el cielo.

La primera conflagración mundial evidencié ya la insuficiencia del Reglamento de La Haya. Nada de extraño: sus normas databan, en su forma revisada, de 1907, y los primeros bombardeos de la aviación tuvieron lugar en la guerra ítalo-turca de 1911-1912. Además, hubo otra nueva plaga: la llamada guerra de gases, de la cual hablaremos más adelante.

Si, después del conflicto, se llegó a un acuerdo para prohibir, en el Protocolo de Ginebra de 1925, las armas químicas y biológi cas, el mundo no pudo entenderse en cuanto a una reglamentación de la guerra aérea en su conjunto. Nadie se creyó autorizado para convocar la tercera Conferencia de la Paz. Todo lo más, una comisión de juristas reunida en La Haya, los años 1922-1923, redactó un notable código de la guerra aérea haciendo, en particular, la lista de los objetivos militares. Pero dicho código permaneció en el estado de proyecto. El CICR, por su parte, multiplicó las gestiones, pero en vano. Todavía en mano de 1940, propuso a los beligerantes que concertasen un acuerdo confirmando la inmunidad general de la población civil y proclamando que únicamente los objetivos militares pueden ser legítimamente atacados, pero también sin éxito.

Los estragos acumulados de 1939 a 1945 no tenían precedentes. Desde 1940, la guerra adquirió las terribles proporciones que se conocen, matando a millón y medio de personas civiles, de las cuales 600.000 en Alemania y 360.000 en Japón, sin contar a innumerables inválidos, lisiados para toda su vida.

Se ha presenciado, sin poder hacer nada, la evolución irreversible de los medios de guerra hacia una forma cada vez más «total», desde los bombardeos clásicos hasta la bomba atómica, pasando por las «alfombras de bombas», los V2 y el napalm. Y, terminada la conflagración, la física nuclear prosigue sus espantosos descubrimientos. Hoy, un proyectil termonuclear bastaría para aniquilar una metrópoli.

Y lo más inquietante era que si se levantaban las ruinas de las ciudades destruidas, las Potencias nada hacían para restaurar las reglas de 1907, enterradas en los mismos escombros, excepto un Convenio concertado en La Haya, el año 1954, bajo el patrocinio de la UNESCO, para la protección las obras maestras de arte y de los bienes culturales.

Entonces intervino el CICR para intentar salvar a la población civil del exterminio, aunque haciéndolo salía del marco tradicional de los Convenios de Ginebra . En esta ardua empresa, el CICR partía de la comprobación de que los bombardeos masivos de los centros habitados, durante la Segunda Guerra Mundial, no «rentaron» desde el punto de vista militar.

Con la colaboración de expertos, el CICR redactó un «Proyecto de normas», que presentó, en 1957, a la XIX Conferencia Internacional de la Cruz Roja. Por desgracia, las Potencias no manifestaron ninguna intención de comprometerse sobre esta base, temiendo verse con las manos atadas al ámbito nuclear.

Pero este fracaso no desalentó al CICR. Fundándose en un estímulo por parte de la XX Conferencia de la Cruz Roja, en 1965, y de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1968, elaboró un conjunto de disposiciones que finalmente fueron incorporadas, con algunas modificaciones, en los Protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra. Por lo demás, ésta fue la labor principal de la Conferencia Diplomática de 1974-1977.

De este impresionante conjunto mencionemos, en primer lugar, una certera definición de la población civil y de sus bienes, por oposición a los militares y a los objetivos militares, que son los únicos que pueden ser atacados. Después se confirmó expresamente la inmunidad general de la que se beneficia la población civil. Se puntualiza que ésta no debe ser atacada como tal, y que se prohíben los bombardeos llamados de aterrorización, como los bombardeos sin discriminación o como represalia.

En un artículo se confirma la protección de los monumentos históricos, lugares de culto y obras de arte contra las depredaciones. En otro se prohíbe, como método de guerra, hambrear a la población. A este respecto, se prohíbe atentar contra las zonas agrícolas, el ganado, el agua potable y otros bienes indispensables para la supervivencia de la población civil. Una disposición especial se refiere a la protección del medio ambiente natural, lo cual es una gran innovación. En otra se prohibe la destrucción de obras que contengan fuerzas peligrosas cuya liberación podría afectar a la población -tales como pantanos, diques y centrales atómicas-, a no ser que sean utilizadas «para el apoyo regular, importante y directo de operaciones militares».

Si a esto añadimos las precauciones que han de tomarse, en todo ataque, para no alcanzar a la población, especialmente la necesidad de identificar el blanco como objetivo militar antes de disparar contra el mismo, la salvaguardia de las localidades no defendidas y de las zonas desmilitarizadas, cuyo estatuto será reconocido mediante acuerdo entre las Partes, tendremos la trama del nuevo sistema.

La prohibición completa de las represalias contra la población civil es un éxito obtenido tras vivos debates. Algunos consideraban que iba demasiado lejos, que sería un obstáculo para la defensa de un país frente a un beligerante poco escrupuloso que viole el Protocolo, que, tal vez, podría invertir la suerte de las armas e incluso amenazar la supervivencia del adversario. Así pues, abogaban por dejar la posibilidad de represalias en casos excepcionales, y entonces serian reglamentadas. Finalmente, triunfo la prohibición absoluta. No se quiso consignar en el derecho internacional que se puede bombardear a la población civil, y se obró acertadamente.

b) La prohibición de determinadas armas o la restricción de su empleo  

Esto nos lleva a evocar el tema de las armas crueles o indiscriminadas. Aquí ya no se trata solamente de proteger a la población civil, sino también de ver si, incluso contra los militares, no debería proscribirse el empleo de determinadas armas porque causan sufrimientos excesivos.

Ya en la antigüedad, se manifestó la tendencia a prohibir ciertas armas (veneno, flechas envenenadas o incendiarias, armas arpadas, etc.). Junto a la noción de guerra justa, los romanos tenían la de los medios prohibidos. Llamaban «guerra abyecta» (bellum nefarium) a la que es ciega y total, la que no admite derecho alguno.

En la Edad Media, la Iglesia hizo tímidos esfuerzos para prohibir, por ejemplo, la ballesta. Pero a estas tentativas se oponía la funesta teoría de la guerra justa.

Lo mismo ocurrió al comienzo de los tiempos modernos. En el siglo XVIII, Vattel proclamó que los beligerantes no tienen una elección ilimitada de los medios de guerra y que se deben evitar los males superfluos.

Pero demasiado a menudo se sigue creyendo que todo está permitido en una guerra justa, como represalia o en caso de necesidad (Kriegsraison).

Las Conferencias de San Petersburgo, en 1868, y de La Haya (1899 y 1907) formularon algunas prohibiciones específicas (proyectiles explosivos, veneno, balas dum-dum, gases asfixiantes, etc.) y enunciaron principios generales de capital importancia, que siguen siendo válidos desde entonces; se prohíben las armas que causan males superfluos o desproporcionados con respecto a la finalidad de la guerra. Los mencionaremos más detalladamente en el ámbito de los principios del derecho humanitario.

En la Primera Guerra Mundial apareció una nueva plaga: la guerra llamada de gases; de hecho, se trataba generalmente de líquidos pulverizados. La primera nube tóxica, lanzada en Ypres, el año 1915, causó 15.000 víctimas, de las cuales 5.000 muertos. Al final del conflicto, se fabricaban tantos obuses de gas como obuses ordinarios.

Terminadas las hostilidades, se trató de apartar esta terrible amenaza y, en 1925, se concertó, bajo los auspicios de la Sociedad de Naciones, el Protocolo de Ginebra, que hoy obliga a 85 Estados. En este brevísimo texto, firmado con la condición de reciprocidad, se prohibe el empleo, en la guerra, de gases asfixiantes, tóxicos y similares . Fue un éxito importante, pues ha sido raramente violado, por lo menos en gran escala.

Pero, dirigiendo con resolución sus miradas hacia el futuro, contrariamente a las costumbres diplomáticas, los plenipotenciarios de 1925 prohibieron, al mismo tiempo, la guerra bacteriológica, lo que no es menos importante, pues se trataba de un arma todavía hipotética. Sin embargo no era, ni lo es en absoluto, una quimera, porque los Estados Mayores han hecho muy detenidas investigaciones a este respecto e incluso han decidido fabricación y almacenamiento de armas que no dejan de preocupar.

De entre las 160 enfermedades infecciosas, se elige un vivero, se hace que sea más virulento por selección, y después se produce en masa de forma que pueda extenderse en el territorio enemigo y originar una epidemia. Medio kilo de toxina botúlica bastaría, teóricamente, para exterminar a toda la población del globo. Pero la utilización de esta arma sigue siendo problemática, pues se tropieza con muchas incógnitas y no está demostrado su valor militar.

Hoy, puede considerarse que la guerra química y bacteriológica está prohibida no solamente por la letra -el Protocolo de Ginebra- sino también por los principios generales del derecho y por la costumbre internacional. Por consiguiente, la condena de estas dos formas bárbaras de lucha es universal.

Al final del segundo conflicto mundial, la comunidad de los pueblos se encontró bruscamente, tras el descubrimiento de la energía nuclear, confrontada con un arma más formidable todavía: la bomba atómica. Las dos únicas bombas de este tipo utilizadas hasta el presente contra objetivos humanos, en Hiroshima y en Nagasaki, los días 6 y 9 de agosto de 1945, causaron más de 120.000 muertos y más de 100.000 heridos. Desde entonces, la sombra inquietante de esta nueva forma de guerra no ha cesado de planear sobre la humanidad. De hecho, la ciencia ha posibilitado la elaboración de proyec tiles termonucleares mil veces más potentes, uno solo de los cuales bastaría para aniquilar una gran ciudad. Así pues, no es solamente la existencia de una multitud de individuos lo que está en juego, sino la supervivencia misma de la humanidad.

¿Es lícito el empleo de la energía nuclear con finalidad bélica? La cuestión ha sido arduamente debatida. Este empleo no está expresamente prohibido en los Convenios del derecho humanitario, porque éstos son anteriores a tal empleo y, hasta ahora, no ha sido posible reglamentarlo en un tratado general. Señalemos, sin embargo, que la Asamblea General de las Naciones Unidas, en una resolución de 1961, lo condena formalmente como violación de los principios de la Carta y de la humanidad. Por otra parte, el Protocolo adicional de 1977 a los Convenios de Ginebra no se trata directamente la cuestión y, por lo tanto, no se modifica sensiblemente, el estado del derecho a este respecto.

Hay un caso de jurisprudencia. En el asunto Shimoda, un tribunal japonés concluyó que el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki era ilícito. En la interesante exposición de los motivos que acompaña al juicio se destaca que un arma no es lícita por el solo hecho de que sea nueva, que las reglas de La Haya son aplicables por analogía a los bombardeos aéreos, que las dos ciudades mencionadas no estaban defendidas, no eran objetivos militares y, por último, que los efectos de esas bombas han sido más crueles que los de las armas químicas o bacteriológicas.

En cuanto a la doctrina, divergen las opiniones. En ausencia de textos expresamente dedicados al tema, hay que atenerse a los principios generales del derecho. Se debe distinguir entre el arma estratégica, es decir, la bomba de gran potencia, y el arma táctica, o sea, el proyectil de cañón. Si se considera la bomba nuclear, se observa que una diferencia de naturaleza, y no sólo de grado, la separa de los proyectiles clásicos; porque tiene no solamente efectos mecánicos, sino también efectos térmicos, radioactivos e incluso genéticos, éstos todavía mal conocidos. Los estragos que causa son evidentemente desproporcionados con respecto a la finalidad de la guerra, ya que aniquila todo género de vida en una gran superficie; los sufrimientos que origina son indudablemente excesivos, ya que produce quemaduras atroces y condena a la muerte lenta a quienes no mata instantáneamente.

En cuanto a las armas nucleares tácticas, si se consigue fabricarlas «limpias», que es posible dirigir con precisión contra los objetivos militares y cuyos efectos son limitados en el tiempo y en el espacio, apenas puede verse, en el estado actual del derecho, en virtud de qué se podrían prohibir, si no es a causa del gran riesgo de «escalada» que implican.

Antes de pasar a otro tema, digamos que la urgencia de una reglamentación completa y precisa relativa al empleo de la energía nuclear con finalidad bélica sigue siendo sumamente apremiante. Entre tanto, hay que tener presente que los principios generales del derecho humanitario siguen siendo plenamente aplicables a esta forma de guerra si, por casualidad, los aprendices de brujo asumen, sin percatarse de las incalculables consecuencias de su acto, la formidable responsabilidad de recurrir a ella.

Además de las armas llamadas ABC (atómicas, bacteriológicas y químicas), hay numerosas armas, llamadas clásicas (5), que pueden tener también efectos indiscriminados o crueles. Mencionemos, por ejemplo, las armas incendiarias, entre las cuales el napalm y el lanzallamas, las armas de fragmentación, como las bombas de bolas, los proyectiles de pequeño calibre y gran velocidad, de los que pueden temerse efectos análogos a los de las balas dum-dum y, por último, las armas llamadas pérfidas, como las bombas de acción retardada que paralizan los socorros, las minas dispersas y las trampas.

Con miras a la Conferencia Dip lomática de 1974, el CICR no había incluido en sus proyectos -tan delicado le parecía el tema a causa de sus implicaciones políticas y militares- prohibiciones o limitaciones de armas específicas. Pero algunos Gobiernos, al frente de los cuales el de Suecia, solicitaron que la Conferencia Diplomática abordara también esta materia. Por su parte, el CICR reunió dos grandes conferencias de expertos gubernamentales, en Lucerna el año 1975 y en Lugano el año 1976.

La Conferencia Diplomática no formuló conclusiones en este sector, pero expresó el deseo de que se convocase otra asamblea para llevar a cabo esta obra. Tal asamblea se reunió en 1979 y en 1980, bajo los auspicios de las Naciones Unidas, y aprobó, el 10 de octubre de 1980, el «Convenio sobre la prohibición o restricción del empleo de determinadas armas clásicas que se considera que pueden producir efectos traumáticos excesivos o que dañan sin discriminación». Aunque el ámbito cubierto por este nuevo instrumento es bastante restringido, no deja de ser un éxito notable y casi inesperado.

El Convenio mismo contiene las normas de procedimiento y una rememoración de los principios generales del derecho. Las disposiciones de fondo figuran en tres protocolos anejos, de los cuales por lo menos dos deberán ser ratificados por las Potencias para que éstas sean Partes en el Convenio.

En el Protocolo I se prohiben los proyectiles cuyos fragmentos en el cuerpo humano no puedan localizarse mediante radiografía. Se trata, en particular, de bombas de fragmentación cuyas bolas -colmo de perversión- pueden ser de materia plástica.

En el Protocolo II se condenan las minas, las trampas y otros dispositivos que se empleen contra la población civil, o sin discriminación, o que causen incidentalmente a la población civil pérdidas excesivas con respecto a la ventaja concreta y directa esperada. Se trata, en particular, de las minas terrestres colocadas fuera de la s zonas militares. Se declaran asimismo ilícitas, y esto contra no importa quién, las trampas concebidas para causar heridas inútiles o sufrimientos superfluos o, en especial, los objetos de apariencia inofensiva, como juguetes de niños -práctica abominable, pero no imaginaria. En el Protocolo se prevé el registro de los planos de minas y la comunicación de los mismos una vez finalizadas las hostilidades.

En el Protocolo III se da un gran paso hacia adelante restringiendo la posibilidad de recurrir a las armas incendiarias. La prohibición de utilizar tales armas contra la población se confirma y se extiende incluso a los objetivos militares situados en el interior de las concentraciones de personas civiles. Dígase lo mismo por lo que atañe a los bosques y a otros tipos de flora, excepto si se utilizan para cubrir a los combatientes u objetivos militares.

Por último, la Conferencia tomó una resolución sobre las armas de pequeño calibre, recomendando a los Estados que prosigan sus estudios y que den pruebas de gran prudencia si introducen el empleo de armas nuevas de esta índole.

Tales son los instrumentos de derecho humanitario nacidos en el transcurso del último lustro. Son, sin duda alguna, un grandísimo progreso en la cruzada en favor de la persona humana. Incluso puede afirmarse que son determinantes para la supervivencia de la humanidad. ¡Ojalá una pronta ratificación por las Potencias les confiera valor universal!

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  Notas:  

(1) Según una carta de Henry Dunant, recientemente descubierta. Al parecer, todo se arregló fuera de la sesión, en conversaciones de pasillos.

(2) Así como el león y sol rojos para Irán. Recientemente, este país renunció a este derecho y adopté la media luna roja.

(3) Kurt Böhme, Die deutschen Kriegsgefangenen in sowjetischer Hand, Munich, 1966.

(4) Nacido alsaciano, cuando Alsacia formaba parte de Alemania, el doctor Schweitzer fue internado en Francia durante la Primera Guerra Mundial y su hospital de África cayó en ruinas.

(5) En primer lugar, se habló de armas «convencionales»; pero esta expresión es impropia y debe desecharse.



Tercera parte del curso

  Los principios del derecho internacional humanitario  

  Preámbulo  

  A. Principios fundamentales  

  B. Principios comunes  

  C. Principios aplicables a las víctimas de los conflictos  

  D. Principios propios del derecho de la guerra  

Los Convenios internacionales son una multitud de reglas que enuncian, en términos precisos, las obligaciones de los Estados. Pero, por encima de estas disposiciones particulares, hay cierto número de principios en los que se inspira el conjunto de la materia. A veces, están expresamente formulados en los Convenios; a veces, sería inútil buscar su enunciación, porque figuran implícitamente y expresan la sustancia del tema. A veces, incluso se derivan de la costumbre.

Es conocida la famosa cláusula, llamada de Martens, que puede leerse en el preámbulo del Reglamento de La Haya. Se refiere a los «principios del derecho de gentes». Varios artículos de los Convenios de Ginebra de 1949 se refieren asimismo a tales principios que, tanto en el derecho humanitario como en todo otro ámbito jurídico, tienen una importancia capital. Son como el esqueleto del cuerpo vivo, sirven de líneas directrices en los casos no previstos y son un resumen fácil de asimilar, lo cual es indispensable para su difu sión.

En el sector del derecho que aquí estudiamos, los principios representan el mínimo de humanidad aplicable en todo tiempo, en todo lugar y en toda circunstancia, válido incluso para los Estados que no sean partes en los Convenios, dado que expresan la costumbre de los pueblos, como mas adelante desarrollaremos al hablar de la naturaleza universal del derecho humanitario.

Los principios no pretenden, en absoluto, reemplazar las normas convencionales. A éstas se remitirán los especialistas del derecho, en particular cuando tengan que abordar la aplicación detallada.

Pero, actualmente, en las conferencias internacionales florecen el formalismo y la verborrea, porque los diplomáticos han descubierto el partido que puede sacarse de textos prolijos, complejos y obscuros, algo así como los militares se rodean de sustancias fumígenas en el campo de batalla. Es una vía de facilidad, que encubre los problemas de fondo y hace temer que la letra prevalezca sobre el espíritu. Por consiguiente, es más necesario que en el pasado liberar, de esta masa amorfa, textos sencillos, claros y concisos.

Fue en 1966 cuando se formularon por primera vez los principios del derecho humanitario (1), especialmente sobre la base de los Convenios de 1949. Es conveniente revisar esa exposición a la luz de los Protocolos adicionales de 1977, así como del Convenio sobre la prohibición o la restricción del empleo de determinadas armas clásicas, del 10 de octubre de 1980. Tal es la finalidad del presente estudio.

  Preámbulo  

  En los casos no previstos en los Convenios, las personas civiles y los combatientes siguen estando bajo la salvaguardia y bajo el dominio de los principios del derecho de gentes, según resultan de los usos establecidos, de los principios de la humanidad y de las exigencias de la conciencia pública.  

Esta cláusula, debida al genio de Frédéric de Martens, ha demostrado su profunda sensatez desde 1899. Como se reproduce en los Protocolos y en el Convenio de 1980, consideramos que, en adelante, debe figurar en un preámbulo a los principios del derecho humanitario.

  La aplicación del derecho humanitario no afecta al estatuto jurídico de las Partes en conflicto.  

Una fórmula de esta índole figura, desde 1949, en el célebre artículo 3, común a los Convenios de Ginebra, relativo a los conflictos no internacionales, y la experiencia ha demostrado su importancia. Es una «válvula de seguridad» para calmar las aprensiones políticas: atenerse al derecho humanitario no implica, para un Estado, ningún reconocimiento de beligerancia de su adversario, y éste nada puede con otra finalidad (2).

Desde entonces, se sabe que el Protocolo I refuerza las medidas que favorecen la designación de las Potencias protectoras porque, tras la Segunda Guerra Mundial, los beligerantes han recurrido con poca frecuencia a esta institución (fundamental, no obstante), y ello casi siempre por razones políticas, no queriendo reconocer jurídicamente al adversario.

Por esta razón, se estipula en el Protocolo que «la designación y la aceptación de Potencias protectoras con la finalidad de aplicar los Convenios y el presente Protocolo no afectarán al estatuto jurídico de las Partes en conflicto» (art. 5, pár. 5).

El Protocolo va incluso más lejos estatuyendo, de manera mucho más general, que «la aplicación de los Convenios y del presente Protocolo, así como la celebración de los acuerdos previstos en estos instrumentos, no afectarán al estatuto jurídico de las Partes en conflicto» (art. 4). Así pues, esta disposición ha cobrado valor de princi pio.

  A. Principios fundamentales  

Como en todas las disciplinas, el derecho humanitario tiene principios fundamentales de los cuales se derivan las otras nociones.

No pudiendo pretender eliminar de un golpe la plaga de la guerra, se intentó primeramente mitigar los rigores inútiles de la misma. El interés recíproco de los beligerantes los indujo también a observar, en la conducción de las hostilidades, ciertas «reglas del juego». Estos son los orígenes del derecho de la guerra y del derecho humanitario.

Pero la época moderna se caracteriza por el auge de las ideologías políticas, que pretenden subordinar todo a sus fines, si es necesario por la fuerza. Como contrapartida, han proliferado los movimientos subversivos que tienden, empleando también la violencia, a cambiar el régimen establecido.

De esta manera, se considera cada vez más que una parte del derecho internacional, que se podría llamar el derecho humano, que abarca, a la vez, el derecho de los conflictos armados y los derechos humanos, tiene por finalidad avalar un mínimo de garantías y de humanidad a todos los hombres, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra.

El PRINCIPIO DEL DERECHO HUMANO podría formularse como sigue: las exigencias militares y el mantenimiento del orden público serán siempre compatibles con el respeto a la persona humana.  

La oposición fundamental entre la humanidad y la necesidad es el eterno drama entre Creón y Antígona. Por razón de estado, Creán tiene el deber de mantener el orden en la ciudad. Por su parte, Antígona obedece a la ley no escrita, que está por encima de la ley escrita y que afirma la primacía del individuo.

En el lengu aje de hoy, la conducción de las hostilidades y, en todo tiempo, el mantenimiento del orden público no podrían menospreciar los imperativos irreductibles del derecho humanitario.

Del principio que acabamos de enunciar procede el PRINCIPIO DEL DERECHO HUMANITARIO (o derecho de los conflictos armados): las Partes en conflicto no causarán a su adversario males desproporcionados con respecto al objetivo de la guerra, que es destruir o debilitar el potencial militar del enemigo.  

La guerra es un estado de hecho contrario al estado normal de la sociedad, que es la paz. Sólo se justifica por la necesidad; no debe ser un fin en sí misma.

De hecho, la guerra es un medio -el último medio- de que dispone un Estado para someter a otro Estado a su voluntad. Consiste en emplear la coacción necesaria para obtener este resultado. Por consiguiente, no tiene objeto toda violencia que no sea indispensable para alcanzar esta finalidad. Por lo tanto, si tiene lugar, es absolutamente cruel y estúpida.

Para lograr su objetivo, que es vencer, un Estado implicado en un conflicto tratará de destruir o debilitar el potencial bélico del enemigo, con el mínimo de pérdidas para sí mismo. Este potencial está integrado por dos elementos: recursos en hombres y recursos en material.

Para desgastar el potencial humano -por el cual entendemos los individuos que contribuyen directamente en el esfuerzo bélico- hay tres medios: matar, herir o capturar. Ahora bien, estos tres medios son equivalentes en cuanto al rendimiento militar; seamos francos: los tres medios eliminan con idéntica eficacia las fuerzas vivas del adversario.

En lo humanitario, el razonamiento es diferente: la humanidad exige que se prefiera la captura a la herida, la herida a la muerte, que, en la medida de lo p osible, no se ataque a los no combatientes, que se hiera de la manera menos grave -a fin de que el herido pueda ser operado y después curado- y de la manera menos dolorosa, y que la cautividad resulte tan soportable como sea posible.

Los jefes militares pueden comprender este lenguaje -y con frecuencia lo han comprendido- pues no se les pide que renuncien a cumplir su deber de soldados y de patriotas. Pueden lograr el mismo resultado infligiendo menores sufrimientos. Incluso desde el punto de vista más realista, es inútil prolongar los males del enemigo fuera de combate, por la falta de asistencia o por malos tratos.

Del principio anteriormente mencionado procede el PRINCIPIO DEL DERECHO DE GINEBRA , que se enuncia así: las personas puestas fuera de combate y las que no participan directamente en las hostilidades serán respetadas, protegidas y tratadas con humanidad.  

Ante el más formidable despliegue de fuerza que el mundo ha conocido, que se llama la guerra, la Cruz Roja ha erigido las barreras, todavía no bien afianzadas -porque son palabras- del derecho humanitario.

El principio de Ginebra prescribe tres deberes para con las víctimas de la guerra: respetarlas, protegerlas, tratarlas con humanidad, nociones afines que se complementan. Sería peligroso definir detalladamente el trato humanitario, porque siempre iríamos a la zaga de la imaginación de los malvados. Determinar este concepto es una cuestión de sentido común y de buena fe. Baste decir que es lo mínimo que debe recibir el individuo para poder llevar una existencia aceptable.

Del principio del derecho humanitario se deriva también el PRINCIPIO DEL DERECHO DE LA GUERRA (La Haya): el derecho de las Partes en conflicto a elegir los métodos o los medios de guerra no es ilimitado.  

En el Reglamento de La Haya se dice que «los beligerantes no tienen un derecho ilimitado en cuanto a la elección de los medios para causar daños al enemigo» (art. 22). Este principio se confirma plenamente en el Protocolo I, en la forma que más arriba se reproduce.

  B. Principios comunes  

Como hemos dicho, de los principios fundamentales se derivan otros y, en primer lugar, los principios comunes al derecho de Ginebra y a los derechos humanos.

El primero es un principio de INVIOLABILIDAD : el individuo tiene derecho al respeto de su vida, de su integridad física y moral y de los atributos inseparables de la personalidad.  

Este indiscutible postulado se explica por los principios de aplicación que del mismo se infieren:

1. El hombre que cae en el combare es inviolable; el enemigo que se rinde salvará su vida.  

Naturalmente, este principio sólo se refiere a los combatientes. Es la piedra angular de los Convenios de Ginebra. Sólo se puede matar al soldado que pueda matar.

En el Protocolo I se confirma y se desarrolla la salvaguardia del enemigo «que exprese claramente su intención de rendirse» o que esté fuera de combate, es decir, «que esté inconsciente o incapacitado en cualquier otra forma a causa de heridas o de enfermedad, y sea, por consiguiente, incapaz de defenderse» (art. 41). Consta, asimismo, una norma, hasta entonces consuetudinaria, según la cual «ninguna persona que se lance en paracaídas de una aeronave en peligro será atacada durante su descenso» (art. 42). Por último, el «cuartel» está claramente definido en la fórmula siguiente: «queda prohibido ordenar que no haya supervivientes, amenazar con ello al adversario o conducir las hostilidades en función de tal decisión» (art. 40).

2. Nadie será sometido a la tortura, física o mental, ni a castigos corporales o a tratos crueles o degradantes.  

Entre las prácticas condenables, la tortura, empleada especialmente para arrancar informaciones, es la más aborrecible y peligrosa. Para quienes son sus víctimas es fuente de indecibles sufrimientos. Es también un grave atentado contra la dignidad del ser humano, obligándolo a realizar actos o a hacer declaraciones contra su voluntad, forzándolo a traicionar a sus compañeros, a su familia, rebajándolo al nivel de esclavo de las épocas bárbaras e incluso al nivel de bestia humana, de lo infrahumano. Pero la tortura envilece más a quienes la infligen -los verdugos y sus jefes- que a quienes la padecen.

Después de finales del siglo XVIII, cuando fue abolida en Europa la tortura judicial, se podía esperar que desapareciera tal práctica, que todas las almas nobles han condenado. Pero, desgraciadamente, no ha sucedido así. No solamente no ha desaparecido, sino que se la ve renacer, en forma más o menos clandestina, y con nuevo vigor. De hecho, se inflige la tortura en numerosos países, en bastante gran escala y con una técnica perfeccionada que, incluso a menudo, no deja huellas. ¡Lo más grave es que algunos dicen que la tortura es legítima y necesaria para la salvaguardia del Estado!

La tortura está ya prohibida por el derecho, tanto a nivel nacional como a nivel de la ley internacional: Convenios de Ginebra y derechos humanos. En el nuevo y capital artículo 75 del Protocolo I, titulado «Garantías fundamentales» se prohibe «la tortura de cualquier clase, tanto física como mental, las penas corporales y las mutilaciones, los atentados contra la dignidad personal, en especial los tratos humillantes y degradantes, la prostitución forzada y cualquier forma de atentado al pudor».

Por consiguiente, los esfuerzos no han de orientarse hacia nuevas prohibiciones. Lo que hace falta es que se aplique la ley. Por lo tanto, se deben reforzar las medidas de control y el sistema de las sanciones. La tortura se practica con frecuencia a espaldas de las autoridades superiores; es necesario que éstas no cierren los ojos ante las artimañas de sus subordinados.

Esta es precisamente la finalidad de un nuevo proyecto de Convenio, presentado por Suecia y que actualmente estudian las Naciones Unidas.

     

3. Se reconocerá a todos su personalidad jurídica.  

No basta proteger la integridad física y moral de la persona. Es necesario respetar su personalidad jurídica y garantizarle el ejercicio de los derechos civiles, especialmente los de promover acción en justicia, y firmar contratos; de lo contrario, su existencia correría el riesgo de verse comprometida. Este reconocimiento figura sin restricciones en la Declaración Universal. En los Convenios de Ginebra, se incluye una reserva: el ejercicio de los derechos civiles puede de hecho reducirse, en la medida en que lo exija la cautividad.

     

4. Todos tienen derecho al respeto de su honor, de sus derechos familiares, de sus convicciones y de sus costumbres.  

El ser humano es particularmente sensible por lo que respecta al honor y al amor propio. Hay personas que ponen estos bienes morales por encima de la propia vida .

Es inútil insistir sobre el valor sin igual de los vínculos familiares. Es tan grande que criminales no han vacilado en explotarlo para hacer que otros llevasen a cabo actos que reprobaban. Amenazar al individuo en sus afectos más profundos es tal vez la acción más cobarde y baja que puede concebirse.

En cuanto a las convicciones filosóficas, políticas o religiosas, están profundamente enraizadas en el corazón humano. Si se le privara de ellas, el individuo ya no se sentiría completo. Lo mismo puede decirse de las costumbres: ¿cuántos pueblos llamados primitivos, sometidos por la fuerza a un civilización estereotipada, desarraigados de sus costumbres ancestrales, que sustentaban su energía creadora, no han sido arrojados por la pendiente de la decadencia?

También en el artículo 75 del Protocolo I, se confirma que los Estados Partes «respetarán la persona, el honor, las convicciones y las prácticas religiosas».

     

5. Toda persona que sufra será recogida y recibirá la asistencia que requiera su estado.  

Por obedecer a este imperativo, se firmó, en 1864, el primer Convenio de Ginebra, confirmado hasta nuestros días.

Concebido, en primer lugar, para los militares en tiempo de guerra, este principio es a fortiori válido para las personas civiles y para el tiempo de paz. En este último caso, tiene un aspecto más positivo de mantenimiento de la salud y de la prevención de las enfermedades.

6. Todos tienen derecho a conocer la suerte que corren los miembros de su familia y a recibir envíos de socorro.  

Nada socava más la moral que la ansiedad por la suerte que co rren los seres queridos. Cuando las circunstancias e incluso la guerra separan a los miembros de una familia, es necesario que éstos puedan mantener correspondencia.

Esta es la razón de ser de la Agencia Central de Búsquedas que el CICR fundó en Ginebra de conformidad con un encargo que se le confiere en los Convenios. En el Protocolo I se reconoce «el derecho que asiste a las familias de conocer la suerte de sus miembros» y en él figura una serie de medidas para la búsqueda de las personas desaparecidas o fallecidas (arts. 32-34). En virtud del Protocolo II, las personas recibirán autorización para mantener correspondencia con su familia (art. 5).

En el Protocolo I se desarrollan las disposiciones que favorecen la organización de las acciones internacionales de socorro, en caso de carestía, y el paso de los envíos. El personal de socorro será protegido (arts. 69-71).

7. Nadie podrá ser privado arbitrariamente de su propiedad.  

No es atribuir un valor exagerado a los bienes materiales comprobar que, en el concepto actual de la sociedad, la propiedad es inseparable de la vida.

El segundo de los principios comunes, que no desarrollaremos aquí, es el de NO DISCRIMINACIÓN : las personas serán tratadas sin distinción alguna fundada en la raza, el sexo, la nacionalidad, el idioma, la clase social, la fortuna, las opiniones políticas, filosóficas o religiosas, o en otro criterio análogo.  

Fórmulas de la misma índole fueron introducidas en varias disposiciones de los Protocolos de 1977, especialmente en el preámbulo y en los artículos 10 y 75 del Protocolo I, así como en el artículo 2 del Protocolo II.

Pero se debe añadir que este principio no puede entenderse de manera absoluta: requiere una corrección, pues hay distinciones, llamadas «favorables», que es legítimo e incluso necesario hacer. En el ámbito del derecho humanitario, son legítimas las distinciones que se fundan en el sufrimiento, el desamparo y la debilidad natural. Así, las mujeres serán tratadas con el miramiento debido a su sexo. Los Protocolos contienen una sede de medidas que otorgan protección particular a las mujeres y a los niños. Por lo que respecta a los heridos y a los enfermos, se dice que: «no se hará entre ellos ninguna distinción que no esté basada en criterios médicos» (art. 10).

Por consiguiente, conviene completar el gran principio de no discriminación con un principio de aplicación formulado así: sin embargo, habrá diferencias de trato, en beneficio de los individuos, a fin de remediar las desigualdades resultantes de su situación personal, de sus necesidades o de su desamparo.  

El tercer principio común es el PRINCIPIO DE SEGURIDAD , según el cual: el individuo tiene derecho a la seguridad de su persona.  

Lo definirán los principios de aplicación, que son:

1. Nadie será considerado responsable de un acto que no haya cometido.  

2. Se prohíben las represalias, los castigos colectivos, la toma de rehenes y las deportaciones.  

Este último principio se deriva directamente del anterior.

Por lo que atañe a las represalias, en los Convenios de Ginebra están prohibidas para con las personas por ellos protegidas. Pero seguían estando admitidas en la conducción de las hostilidades, ya que algunos Estados consideran que son el único medio de qu e disponen para hacer que un enemigo recalcitrante respete sus compromisos. Ahora bien, tal práctica es contraria al principio general del derecho según el cual un inocente no debe pagar por un culpable. Además, causa grandes sufrimientos y casi nunca logra su finalidad.

El Protocolo de 1977 dio el paso considerable consistente en prohibir las represalias contra la población civil, incluso por lo que respecta a los bombardeos aéreos. Como hemos visto, la cuestión fue largamente debatida en la Conferencia Diplomática; finalmente, triunfó la tendencia que abogaba por la prohibición absoluta. ¿Cuál sería entonces la situación jurídica de un beligerante que, a pesar de todo, recurriera a represalias? Cometería una violación, por la misma razón que su adversario, y ambas partes estarían en pie de igualdad.

En el largo artículo 75 del Protocolo, que contiene la formulación de las garantías fundamentales, figura la confirmación de la prohibición de la toma de rehenes y de los castigos colectivos.

     

3. Todos se beneficiarán de las garantías judiciales usuales.  

A este respecto, el mismo artículo 75 contiene un verdadero código de garantías judiciales, al cual se hará referencia en adelante, pues es el más completo.

4. Nadie puede renunciar a los derechos que en los Convenios humanitarios se le reconocen.  

He aquí una disposición bastante curiosa; protege a las víctimas de los conflictos contra sí mismas. Pero se justifica, porque las personas en poder del enemigo no están en una situación de independencia y de objetividad que les permita evaluar su interés real con pleno conocimiento de causa. En la Segunda Guerra Mundial se dieron varios casos en los que el detenedor ofreció a las personas protegidas un estatuto en apariencia más favorable, pero que de hecho las privaba del régimen convencional.

  C. Principios aplicables a las víctimas de los conflictos (Ginebra)  

El primero es el principio de NEUTRALIDAD , a saber: la asistencia humanitaria nunca es una injerencia en el conflicto.  

Ya el año 1864, en el primer Convenio de Ginebra se formuló una gran idea que va mucho más allá de la protección de los heridos. O sea que el socorro aportado, incluso al enemigo, es siempre lícito y nunca es un acto hostil, una violación de la neutralidad. Esto se deduce claramente de las disposiciones que ponen al personal sanitario por encima de la lucha, como más adelante veremos. Pero también se pueden citar fórmulas expresas, como el artículo 27, pár. 3, del I Convenio de 1949, que versa sobre la asistencia neutral, y el artículo 64, párr. 1, del Protocolo I, relativo a las organizaciones neutrales de protección civil de Estados neutrales: «en ninguna circunstancia se considerará esta actividad como una injerencia en el conflicto». Pero más significativo es todavía el artículo 70 del Protocolo que se refiere a las acciones de socorro en favor de la población civil de una Parte en conflicto: se estipula que el ofrecimiento de acciones humanitarias e imparciales de socorro «no será considerado como injerencia en el conflicto ni como acto hostil».

Por supuesto, que este principio de neutralidad es muy útil a la Cruz Roja y favorece sus intervenciones asistenciales.

Abordemos ahora los principios de aplicación:

1. Como contrapartida de la inmunidad que se le otorga, el personal sanitario debe abstenerse de todo acto hostil.  

La inmunidad conferida a los establecimientos y al personal sanitarios del ejército, así como a los de la Cruz Roja, implica que los miembros de este personal se abstengan, con la mayor lealtad, de toda injerencia, directa o indirecta, en las hostilidades.

Es la contrapartida del principio general que acabamos de ver.

En 1977, tuvo lugar una gran innovación. En adelante, el personal sanitario civil está protegido por la misma razón que el personal sanitario militar. Según los textos de 1949, únicamente el personal de los hospitales civiles se beneficiaba de la inmunidad.

Asimismo, los miembros de la llamada «protección civil», es decir, los servicios que se encargan de defender a la población civil contra los peligros materiales resultantes de los bombardeos aéreos, se benefician ahora de la salvaguardia, bajo ciertas condiciones, lo cual es una novedad.

2. Los miembros del personal sanitario están protegidos como profesionales de la medicina.  

Si los médicos y los enfermeros tienen, incluso en el campo de batalla, tan considerables privilegios, no es por ellos mismos; es únicamente porque prestan asistencia a las víctimas. Por su mediación, se protege a los heridos. Los médicos y sus ayudantes están protegidos como profesionales de la medicina, lo que es, por lo demás, el mejor homenaje que se les puede rendir.

En el Protocolo de 1977 se desarrolla ampliamente la protección de la misión médica. Así, «la Potencia ocupante no podrá exigir que, en el cumplimiento de su misión, dicho personal de prioridad al tratamiento de cualquier persona, salvo por razones de orden médico» (art. 15, párr. 3). «No se podrá obligar a las personas que ejercen una actividad médica a realizar actos o a efectuar trabajos contrarios a la deontología...» (art. 6, pá rr. 2).

     

  3. Nadie será obligado a dar informaciones acerca de los heridos y de los enfermos a los que preste asistencia, si ello puede causarles algún perjuicio.  

Tal es, en sustancia, lo que se estipula en el artículo 16, pár. 3, del Protocolo I, que reglamenta la delicada cuestión de la «no delación» de los heridos, durante tanto tiempo debatida. En el Protocolo II (art. 10, pár. 4), figura una disposición análoga.

Desafortunadamente, la Conferencia Diplomática introdujo, en los dos artículos, una reserva relativa a la legislación nacional, lo que priva al texto de gran parte de su efecto. Pero ello no afecta a su valor de principio.

4. Nadie será molestado ni castigado por haber prestado asistencia a heridos o a enfermos.  

Este principio es, más o menos, el texto del artículo 18, pár. 3, del I Convenio de Ginebra de 1949. En esta cláusula se da una respuesta a penosos problemas que se plantearon, durante la Segunda Guerra Mundial e inmediatamente después, en muchos países destrozados, física y moralmente, por el conflicto. De hecho, seres humanos fueron muertos, encarcelados o molestados por haber prestado asistencia a guerrilleros o paracaidistas heridos, o incluso por haber trabajado en el Servicio de Sanidad o en la Sociedad de la Cruz Roja de un país ocupante. Estas rigurosas medidas son contrarias al espíritu de los Convenios de Ginebra y al principio de neutralidad.

Se confirmó expresamente esta noción en 1977: «no se castigará a nadie por haber ejercido una actividad médica conforme con la deontología cualesquiera que fuesen las circunstancias o los beneficiarios de dicha actividad» (art. 16, pár. 1). «No se molestará, procesará, condenar á ni castigará a nadie por tales actos humanitarios» (art. 17, pár. 1).

Al de neutralidad, sigue el principio de NORMALIDAD : las personas protegidas deben poder llevar la vida más normal posible.  

Esta noción procede también de la gran idea de un razonable compromiso entre las aspiraciones humanitarias y las necesidades de la guerra.

Se deriva un principio de aplicación: la cautividad de guerra no es un castigo, sino solamente un medio para que el adversario no pueda causar daños. Todo rigor que rebase esta finalidad es inútil y condenable.

Así, el prisionero de guerra no es un esclavo. La cautividad no es infamante; no implica capitis diminutio alguna. Asimismo, los prisioneros serán liberados y repatriados tan pronto como hayan cesado las razones de la cautividad, es decir, una vez finalizadas las hostilidades activas.

El tercer principio es el de PROTECCIÓN : el Estado debe asumir la protección, nacional e internacional, de las personas que tenga en su poder.  

Los principios de aplicación son los siguientes:

1. El prisionero no está en poder de las tropas que lo han capturado, sino de la Potencia a la que éstas pertenezcan.  

2. El Estado enemigo es responsable de la suerte que corren los prisioneros que guarda, así como de su manutención y, en país ocupado, del mantenimiento de la vida y del orden públicos.  

     

3. Las víctimas de los conflictos serán provistas de un protector internacional tan pronto como ya no tengan un protector natural.  

Los dos primeros principios son comprensibles por sí mismos. En cuanto al tercero, conviene precisar que el protector natural es el Estado de origen y que el protector internacional es la Potencia protectora y, subsidiariamente, el CICR, que asumen el control neutral de la aplicación de los Convenios de Ginebra. Los prisioneros de guerra y los internados civiles tienen derecho a dirigir sus quejas a los órganos de control, cuyos delegados están autorizados a visitar los campamentos y a conversar sin testigos con los cautivos.

  D. Principios propios del derecho de la guerra  

Este ámbito capital permanecía desatendido desde 1907. Cuando, en 1966, se trataba de derivar los principios del derecho humanitario, lo único que se podía intentar era formular una costumbre a menudo poco clara, a veces incluso obsoleta. Desde 1977, se dispone de un conjunto de reglas dignas de este nombre, que remedia una intolerable deficiencia, en particular por lo que atañe a la protección de la población civil contra los ataques aéreos.

Esta reciente codificación confirma ampliamente los principios formulados en 1966. Asimismo, los desarrolla y los completa añadiendo varias nociones nuevas, sumamente acertadas.

Del gran principio del derecho de la guerra, expuesto anteriormente, se deducen otros tres.

El primero es el PRINCIPIO DE LIMITACIÓN «RATIONE PERSONAE» : la población civil y las personas civiles gozarán de protección general contra los peligros procedentes de operaciones militares.  

El derecho de la guerra se basa en la distinción fundamental entre combatientes y no combatientes. Mientras que los primeros son, por excelencia, el objeto de la guerra, los segundos no deben ser implicados en las hostilidades y, a su vez, no tienen derecho a participar en ellas. Esta inmunidad general de la población civil se deriva de la costumbre y de los principios generales, pero hasta el presente no había sido expresamente formulada en un texto de derecho positivo. Ahora, es cosa hecha. La redacción que figura más arriba es, palabra por palabra, la del artículo 51, pár. 1, primera frase, del Protocolo adicional I de 1977.

Del principio general se derivan varios principios de aplicación:

1) Las Partes en conflicto harán, en todo tiempo, la distinción entre la población civil y los combatientes, de manera que se salven la población y los bienes civiles.  

Toda la importante sección del Protocolo en la que se garantiza, finalmente, una protección eficaz a la población civil, especialmente contra los bombardeos aéreos, se basa en la distinción. Esta noción básica se expresa en el artículo 48 del Protocolo.

2) No serán objeto de ataques la población civil como tal ni las personas civiles, ni siquiera como represalias.  

Esta redacción condensa el párrafo 2, primera frase, y el párrafo 6 del artículo 51 del Protocolo.

La gran innovación radica en la prohibición completa de las represalias contra personas civiles, incluso por lo que respecta a los bombardeos aéreos. Evocamos más arriba este delicado e importante problema.

     

3) Quedan prohibidos los actos o amenazas de violencia cuya finalidad principal sea aterrorizar a la población civil.  

En 1966, se había propuesto decir: «está prohibido bombardear a la población civil como tal, en particular para aterrorizarla». La nueva redacción es el texto exacto del párrafo 2, segunda frase, del artículo 51 del Protocolo.

4) Las Partes en conflicto tomarán todas las precauciones a fin de salvar a la población civil y, por lo menos, para reducir al mínimo las pérdidas y los daños que se le podrían causar incidentalmente.  

En el Protocolo se dedica un capítulo detallado a las «medidas de precaución» (arts. 57 y 58), que se resume en las anteriores líneas.

Es cierto que las personas civiles que se encuentren en las proximidades inmediatas de los lugares de operaciones y de objetivos militares correrán, de hecho, ciertos riesgos. Pero, como ya decía Vitoria, la muerte de los inocentes, si llega a producirse, siempre será accidental; nunca será deliberadamente buscada.

     

5) Unicamente los miembros de las fuerzas armadas tienen el derecho a atacar al enemigo y a resistirle.  

Este es el corolario de la regla general: son los Estados los que hacen la guerra por las necesidades de su política, y no los simples particulares; si no se debe atacar a los no combatientes, es porque éstos quedan fuera de la lucha.

La regla anterior es consuetudinaria, así como el derecho a dictar sanciones contra los «francotiradores». Sin embargo, se hace alusión a este punto a contrario en el art. 43, pár. 2, del Protocolo.

Queda reservado el caso, muy excepcional, de «levantamiento en masa», en e l que la población de un territorio ocupado que tome las armas para combatir a las tropas de invasión será considerada como beligerante, si lleva las armas a la vista y si respeta las leyes y costumbres de la guerra.

A continuación, llega el PRINCIPIO DE LIMITACIÓN «RATIONE LOCI» : los ataques deben limitarse estrictamente a los objetivos militares.  

Se confirma plenamente, en el Protocolo, la norma consuetudinaria, formulada especialmente en 1966; se añade a la misma una definición detallada de los objetivos militares: «aquellos objetos que por su naturaleza, ubicación, finalidad o utilización contribuyan eficazmente a la acción militar o cuya destrucción total o parcial, captura o neutralización ofrezca en las circunstancias del caso una ventaja militar definida» (art. 52, pár. 2).

Se pueden deducir seis principios de aplicación:

1) Se prohíbe atacar localidades que no están defendidas.  

Es la regla del artículo 25 del Reglamento de La Haya, que fue, durante largo tiempo, uno de los pilares del derecho de la guerra clásica. Cuando localidades no ofrezcan resistencia al enemigo y éste pueda ocuparlas sin combate, es necesario, en interés primordial de los habitantes, evitarles peligros y destrucciones inútiles. Se había establecido la costumbre de declarar «ciudades abiertas» a poblados desprovistos de toda índole militar.

En el Protocolo se vuelve sobre la Regla de La Haya en el artículo 39, pár. 1, agregando un conjunto de disposiciones que reglamentan la protección de las localidades no defendidas y de las zonas desmilitarizadas.

2) No se dirigirá ningún acto de hostilidad contra los edificios dedicados a las ciencias y a la beneficencia, los monumentos históricos, las obras de arte o los lugares de culto que son el patrimonio cultural o espiritual de los pueblos.  

Esta prescripción se deriva del artículo 27 del Reglamento de La Haya, y se reproduce aquí por lo que respecta a los edificios dedicados a las ciencias y a la beneficencia, porque este elemento sigue siendo válido. El resto es lo estipulado en el artículo 53 del Protocolo, que se inspira, a su vez, en el Convenio firmado en La Haya el año 1954, bajo los auspicios de la UNESCO y relativo a la protección de los bienes culturales. Como este Convenio no es universal, la Conferencia Diplomática de 1974 juzgó necesario reproducir lo esencial.

En cuanto a la protección de los hospitales, militares y civiles, es objeto de una reglamentación especial en los Convenios de Ginebra, I y IV, de 1949.

3) Se prohíbe atacar las obras e instalaciones que puedan liberar fuerzas peligrosas para la población.  

Se trata de embalses, diques y centrales nucleares que producen energía eléctrica.

En esto, la Conferencia Diplomática introdujo una gran innovación que merece el agradecimiento universal, ya que el derecho debe adaptarse a los descubrimientos de la ciencia. El artículo 56 del Protocolo, en el que consta este principio, contiene también una reglamentación detallada y se prevén, especialmente, ciertas restricciones de la protección en caso de utilización militar de las instalaciones.

4) La población nunca será utilizada para proteger objetivos militares contra 105 ataques.  

Otra innovación. Aquí, la norma jurídica es de naturaleza particular, puesto que no se refiere solamente al enemigo, sino también, y sobre todo, al Gobierno del que dependa la población consid erada. Si un beligerante reivindica, de parte del enemigo, la protección convencional en favor de sus personas civiles, tampoco debe abusar de esta protección con finalidad inconfesable y, a su vez, no debe exponer a la propia población.

Una disposición de este género, aunque excepcional, no es única en el derecho humanitario. Tomada en interés de las personas civiles, se justifica plenamente. Se aviene con el movimiento moderno que tiende a otorgar a los pueblos derechos individuales, incluso en detrimento del propio Estado.

Cabe destacar que la norma, aquí muy condensada, es objeto del largo párrafo 7 del artículo 151 del Protocolo.

5) Los bienes civiles no deben ser objeto ni de ataques ni de represalias. Se prohíbe destruir o sustraer los bienes indispensables para la supervivencia de la población.  

La Conferencia Diplomática de 1974 dio un gran paso hacia adelante extendiendo expresamente la protección a «los bienes civiles», que define así: «todos los bienes que no son objetivos militares». La primera frase del principio arriba formulado es reproducción textual del artículo 52, párrafo 1, del Protocolo. Es muy significativa e importante la mención relativa a las represalias.

La segunda frase procede del artículo 54, párrafo 2. La Conferencia introdujo aquí una noción nueva e interesante, que es la relativa a la supervivencia de la población. Figura también en el artículo 55, párrafo 1. De hecho, un conflicto armado impone siempre a los habitantes restricciones más o menos extensas; pero éstas nunca deberán comprometer su supervivencia. En el articulo 54, párrafo 2, hay una serie de ejemplos.

     

6) Se prohíbe el pillaje.  

Este principio se deriva de los arts. 28 y 47 del Reglamento de La Haya y del art. 33, pár. 2, del IV Convenio de Ginebra. Se confirma implícitamente en el Protocolo.

Llegamos al PRINCIPIO DE LIMITACIÓN «RATIONE CONDITIONIS» : Se prohíben a todos las armas y los métodos de guerra que puedan causar pérdidas inútiles o sufrimientos excesivos.  

Aquí, la norma es de otra naturaleza: ya no se trata de salvar solamente a las personas que no participan en las hostilidades; se trata de evitar, también a los combatientes, males inútiles o sufrimientos que sobrepasan lo que es necesario para poner al adversario fuera de combate.

El principio data del Reglamento de La Haya, en cuyo artículo 23, e, se habla de «males superfluos» (y de «sufrimientos inútiles», en el texto inglés) (3).

En el Protocolo figura una disposición análoga (art. 35, apartado 2).

El problema es saber dónde está el límite permitido. ¿Qué pérdidas son «inútiles», qué males son «superfluos», qué sufrimientos son «excesivos»? Para cada arma, se trata de poner en la balanza, por un lado, las ventajas militares, y por otro lado, las exigencias humanitarias. Si se puede poner fuera de combate a un militar capturándolo, no hay que herirlo; si se puede lograr este resultado hiriéndole, no hay que matarlo. Si, para la misma ventaja militar, se dispone de dos medios, uno de los cuales causa males menores, ha de elegirse éste. En resumen, lo que se quiere condenar son las armas y los métodos que sobrepasan cierto límite tolerable de sufrimiento.

En los Convenios de La Haya y de San Petersburgo hay prohibiciones específicas de armas consideradas particularmente crueles, a saber, las armas arpadas o envenenadas, las balas explosivas o las llamadas dum-dum, que se agrandan en el cuerpo.

Por otra parte, en el Protocolo I del Convenio de 1980, se prohiben los proyectiles cuyos fragmentos no puedan ser localizables por radiografía en el cuerpo humano. En el Protocolo II del mismo Convenio se prohíbe la utilización, en todas las circunstancias, de trampas para causar heridas inútiles o sufrimientos superfluos, en particular las que tengan la apariencia de objetos inofensivos. Pero, sobre todo, en su Protocolo III, este Convenio limita el empleo de las armas incendiarias: será ilícito emplearlas en los ataques aéreos, incluso contra objetivos militares, si éstos están en el interior de concentraciones de personas civiles.

Del principio arriba mencionado se deriva la prohibición no solamente de las armas inútilmente crueles, sino también de las armas indiscriminadas y de los métodos de guerra total.

He aquí los principios de aplicación:

1) Se prohíben los ataques indiscriminados.  

Tal es el texto del art. 51, pár. 4, del Protocolo de 1977, en el que se definen detalladamente dichos ataques.

Se trata de métodos y de armas que, a causa de su insuficiente precisión, no permiten hacer la distinción fundamental entre militares y civiles, o cuyos efectos pueden extenderse, de manera incontrolable, en el tiempo y en el espacio. A algunas de estas armas ya se refieren los Convenios de La Haya y el Protocolo de Ginebra de 1925, es decir, las minas marinas flotantes y, sobre todo, los gases asfixiantes y los agentes bacterianos.

2) Se prohíben las armas y los métodos que causen a las personas civiles y a sus bienes daños excesivos con respecto a la ventaja militar concreta y directa prevista.  

En el capítulo relativo a las medidas de precaución (art. 57, 2, a iii) del Protocolo de 1977 se formula el principio de la proporcionalidad aquí reproducido.

En el Convenio de 1980 sobre la prohibición o la restricción del empleo de determinadas armas clásicas, se hace lo mismo prohibiendo las armas de las que se puede esperar que causen incidentalmente pérdidas en vidas de la población civil o en los bienes civiles «que serían excesivas con respecto a la ventaja militar concreta y directa prevista». Se trata, en particular, de las minas terrestres colocadas fuera de las zonas militares.

     

3) Se velará por respetar el medio ambiente natural.  

     

4) Se prohíbe utilizar contra las personas civiles el hambre como método de guerra.  

No basta condenar las armas indiscriminadas, porque pueden emplearse armas clásicas con tanto peligro para la población. Tampoco basta proscribir específicamente armas consideradas particularmente crueles. Hay que prohibir también los métodos de la guerra total, y éste es uno de los grandes méritos de la Conferencia Diplomática de 1974.

Por ello, se ha incluido en el ámbito de la protección un concepto moderno; el del medio ambiente natural. Así, en el artículo 55 se estipula: «en la realización de la guerra se velará por la protección del medio ambiente natural contra daños extensos, duraderos y graves. Esta protección incluye la prohibición de emplear métodos o medios de hacer la guerra que hayan sido concebidos para causar o de los que quepa prever que causen tales daños al medio ambiente natural, comprometiendo así la salud y la supervivencia de la población». En el artículo 55 se mencionan, entre los bienes protegidos, las zonas agr ícolas, las cosechas y el ganado.

Por otra parte, en el Convenio de 1980 se prohíbe el empleo de armas incendiarias contra los bosques y flora de toda índole.

Otra noción nueva e importante, que hemos erigido en principio de aplicación, se deriva del lapidario artículo 54, párrafo 1, en el que se prohíbe, como método de guerra, hambrear a las personas civiles. Es ésta, sin duda, una gran conquista de la humanidad.

     

5) Se prohíben los actos de guerra basados en la traición o en la perfidia.  

Desde la época de la caballería, el derecho de la guerra exige la lealtad de los combatientes. Esto no excluye los ardides de guerra; pero excluye la perfidia.

En el Protocolo se dedica a la perfidia una larga disposición (art. 37), que aporta oportunas puntualizaciones. Hemos mencionado que en el Convenio de 1980 se condena el empleo de trampas que tengan la apariencia de objetos inofensivos.

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  Notas:  

(1) Jean Pictet, Les principes du droit international humanitaire, Ginebra, 1966.

(2) Sin embargo, hay que decir, en honor a la verdad, que, cuando un Gobierno reconoce la aplicación del artículo 3, admite que, dentro de sus fronteras, hay un «conflicto armado» y otra «Parte en conflicto», que se convierte en sujeto de derecho en el ámbito del derecho humanitario. Pero esto no debería ser, en absoluto, un obstáculo para la aplicación del artículo.

(3) «Unnecessary suffering» en la versión de 1907. En 1899, se decía «superfluous injury».



Cuarta parte del curso

  LA NATURALEZA DEL DERECHO HUMANITARIO  

  1. El derecho de la guerra  

  2. El derecho y el Estado  

  3. El derecho y el individuo  

  1. El derecho y la guerra  

La guerra responde, se quiera o no, a uno de los más poderosos instintos del ser humano y, durante largo tiempo, fue, si cabe decirlo así, la más importante de las relaciones entre los pueblos. De hecho, las estadísticas nos dicen que, durante los 5.000 años de historia, ha habido 14.000 guerras, que han causado la muerte de 5.000 millones de seres humanos. Durante los últimos 3.400 años, no ha habido en el mundo más que 250 años de paz general.

En la Primera Guerra Mundial murieron 10 millones de personas, en la proporción de 20 combatientes por un civil, sin contar los 21 millones de muertes a causa de las epidemias. La Segunda Guerra Mundial mató a 40 millones de personas, de las cuales tantas civiles como militares. De 1945 a 1969, hubo nada menos que 73 conflictos armados. Se calcula que hoy la proporción de los muertos sería de 10 civiles por un militar, y de 100 civiles por un militar en caso de guerra nuclear.

De 1900 a 1941, de 24 conflictos armados, 19 fueron internacionales y 5 solamente no internacionales. Desde entonces, la proporción se ha invertido. De 1945 a 1969, de 97 conflictos, 15 solamente fueron internacionales, 26 no internacionales, mi entras que 56 fueron mixtos o guerras de liberación.

¿Reniega la Cruz Roja su espíritu ante tales matanzas organizadas? ¿Consiente ver segada la flor de la juventud en los campos de mortandad? En realidad, la Cruz Roja nada detesta tanto como la guerra y sus holocaustos. Su ideal se extiende por igual a todos los seres, incluso a los combatientes. Pero, ante la imposibilidad de vencer una plaga cuyo desencadenamiento se produce sin que ella pueda evitarlo, quiere que, por lo menos, en ese desbordamiento de las fuerzas maléficas, se salvaguarden los preceptos esenciales de humanidad con respecto a quienes no tienen, o ya no tienen, fuerzas para combatir. En la catástrofe inexorable, hace lo posible por salvar lo que todavía puede salvarse. E incluso por lo que atañe a los militares, reprueba el empleo de armas crueles, inútilmente mortíferas.

  a)  He aquí la primera cuestión : ¿es posible limitar los males originados por los conflictos? Ya Kant decía: «El derecho de gentes durante la guerra es la cosa más delicada que pueda concebirse. De hecho, ¿cómo prescribir leyes a un estado de independencia que no las tiene?». Algunos autores han dicho, yendo más lejos, que hay una incompatibilidad fundamental entre la guerra y el derecho. Su razonamiento es el siguiente: la guerra es, por definición, la ruptura del orden y el desencadenamiento de la fuerza; está en contradicción con el derecho, que precisamente quiere mantener el orden y contener la fuerza. Por consiguiente, la guerra sería la sustitución del derecho por la fuerza. Así, Sir John Fisher, primer lord del Almirantazgo británico y creador del «Dreadnought», dijo, en 1907, acerca de la Conferencia de La Haya que acababa de ser convocada: «¡Humanizar la guerra es como si se quisiera humanizar el infierno!»

Esta teoría del «to do o nada» es muy peligrosa. Se basa en un sofisma, porque, si para obligar a su adversario a rendirse, se necesita emplear cierta dosis de violencia, ¿por qué debería ésta rebasar ampliamente la finalidad asignada? Cuando ya es inofensivo, por estar herido o haber sido capturado, el enemigo no desempeña cometido alguno en el desarrollo de las operaciones ni tiene ya influencia sobre el desenlace de la lucha; exterminarlo o hacer que sufra sería absurdo y doblemente criminal. Que los antagonistas se comporten como combatientes, pase; pero no como gangsters. Y todo esto redunda en interés bien entendido de las dos partes.

Por consiguiente, la guerra es un recurso a la fuerza, pero no a la fuerza sin freno. La guerra no rompe todas las relaciones entre los Estados; no puede suprimir todos los logros de la civilización y de las costumbres establecidas; por encima de los actos de violencia, subsiste un conjunto de derechos y de deberes; éstos son leyes de la guerra, que proceden de la razón tanto como del sentimiento de humanidad, y cuya observancia obliga a todos. Estas leyes se han formado del mismo modo que el derecho interno: primeramente costumbres, después de un uso secular; a continuación, reglas escritas. Desde hace largo tiempo, y más todavía desde 1864, está demostrado que es posible un entendimiento entre el derecho y el estado de hostilidades.

Ya Heráclito de Efeso decía que la guerra es la madre del derecho de gentes, que hace a los dioses, a los señores y a los esclavos. Hoy se sabe que es exacto y que, si de la guerra ha nacido el derecho internacional, éste, fecundado por el espíritu de caridad, ganando por la mano a la guerra ha limitado sus estragos y, un día, terminará seguramente por vencerla.

  b)     Abordemos una segunda cuestión : ¿es deseable disminuir los rigores de los combates? Según ciertos autores, las guerras más humanas eran las más terribles, ya que, por esta causa, eran las más cortas, y por consiguiente no era necesario pensar en «humanizarlas». El más conocido de estos autores es Clausewitz que, a comienzos del siglo pasado, escribió: «en una cosa tan peligrosa como la guerra, son precisamente los errores resultantes de la bondad de alma los que resultan más perniciosos».

Tras las dos guerras mundiales, que fueron las más terribles y las más largas de los tiempos modernos, con esta teoría ya no se engaña a nadie. Y se ha visto que los métodos más destructores, como el aplastamiento de las ciudades por los bombardeos o la muerte lenta en los campos de concentración, no hacen que finalicen las guerras, sino que exacerban la resistencia, dando lugar a que haya desesperados, que ya no piensan más que en la venganza, con desprecio de la propia vida.

Añadamos que la expresión «humanizar la guerra» es engañosa y, en parte, responsable del escepticismo con que ha tropezado a veces esta labor. En esta confusión se basa la humorada del almirante Fisher, más arriba citada. De hecho, ¿cómo se podría hablar de hacer la guerra humana ante el más atroz desencadenamiento de violencia que pueda imaginarse? Hablemos, pues, más bien de «limitar los males de la guerra».

  c)   Tercera cuestión : tratar de reducir los sufrimientos inseparables de la guerra, ¿no causa perjuicio a los esfuerzos que tienden a suprimirla? Ya se formuló tal objeción a los fundadores de la Cruz Roja y, desde entonces, cada vez que se elaboran nuevos Convenios humanitarios, se oye el mismo estribillo: harían ustedes mejor en trabajar por hacer que la guerra sea imposible. Según algunos autores, el derecho humanitario confiere a la guerra un «reconocimiento», que la presenta como inevitable y que, haciéndola menos atroz, la hace menos odiosa. Desde que se puso la guerra fuera de ley, estos argumentos cobran nuevo vigor.

Por supuesto, todo esto es absurdo. Pero estas críticas se repiten con tal persistencia que conviene refutarías, por lo menos brevemente.

En primer lugar, afirmamos que la fundación de la Cruz Roja y la firma del primer Convenio de Ginebra asestaron a la guerra uno de los golpes más duros y más eficaces que haya recibido. Esto ya lo dijimos.

El desarrollo del derecho humanitario presupone, evidentemente, que las guerras son todavía posibles. Pero, ¿quién podría negarlo con un mínimo de seriedad y de verosimilitud? Si la comunidad internacional ha desterrado la guerra, eso no quiere decir, por desgracia, que no volverá a hacer estragos; la hemos visto ya con demasiada frecuencia. Y, sin querer profetizar acerca de la probabilidad o la improbabilidad de nuevas conflagraciones, se debe comprobar que los problemas de la seguridad y de los armamentos pesan no poco en la política internacional. Las técnicas de la guerra se perfeccionan sin cesar y, después de la bomba termonuclear, se nos anuncian nuevos artefactos más destructores todavía.

Cuando todos los Estados hayan depuesto las armas y las hayan destruido, y cuando ya no les esté permitido fabricarlas, la Cruz Roja podrá dedicarse enteramente a las obras de higiene social, y se podrán destruir los Convenios humanitarios. Pero mientras los Gobiernos, manteniendo ejércitos poderosos, incluso con finalidad defensiva, muestren que no consideran la guerra como imposible, quienes se preocupan por mitigar los males que originan las hostilidades tienen el deber absoluto de hacer aprobar normas de salvaguardia cuando todavía no sea tarde. Este deber no se mide por la proporción de los riesgos de conflicto, sino únicamente por la peor de las posibilidades, por improbable que ésta sea. Aunque n o hubiera más que una posibilidad de mil, sería necesario prepararse.

A decir verdad, hay que luchar con todas las fuerzas para impedir la guerra: ésta es la tarea que la Organización de las Naciones Unidas se asigna desde que existe. Pero, al mismo tiempo, es necesario desplegar esfuerzos para limitar los males de la guerra si, a pesar de todo, llega a estallar. Se reglamenta la guerra, en espera de que sea efectivamente prohibida. Es lógico mitigar un mal mientras no se suprima realmente. Todos reconocen la utilidad de tener un cuerpo eficaz de bomberos; pero esto no significa que se quiera que haya incendios, ni los favorece.

Ya hemos visto a qué tragedia condujo, durante la Segunda Guerra Mundial, la ausencia de un Convenio para la protección de las personas civiles: el exterminio de millones de seres humanos. En cierto modo, las personas cuyas teorías rebatimos aquí son las responsables, ya que, en 1929, so pretexto de paz, disuadieron a los Gobiernos de prescribir el estatuto de las personas civiles al mismo tiempo que el de los militares. ¿Habrá hoy quien afirme que no se obró con razón elaborando finalmente, en 1949, el IV Convenio de Ginebra?

     

  d)       Cuarta cuestión : hasta una época reciente, los Estados tenían derecho a hacer la guerra por necesidades de su política; tal decisión dependía de su plena soberanía. Esta situación comenzó a modificarse, en 1928, con el Pacto de la Sociedad de Naciones y con el Pacto Briand-Kellog. Llevando el razonamiento hasta sus últimas consecuencias, en la Carta de las Naciones Unidas se prohíbe la guerra e incluso recurrir de cualquier modo a la violencia. Pero el Consejo de Seguridad está autorizado a tomar medidas de coerción contr a el Estado agresor. Hoy, sólo hay tres clases de conflictos no prohibidos: las acciones emprendidas por las Naciones Unidas para restablecer la paz, las operaciones llevadas a cabo en estado de legítima defensa y los conflictos internos, que no son de la jurisdicción de las Naciones Unidas.

No cabe duda de que se debe acoger con satisfacción esta prohibición de la guerra. Pero no se puede ignorar el precio que se paga por este éxito. Condenada la guerra, ¡ningún Estado quiere cargar con la culpa declarándola! Por desgracia, se sigue haciendo la guerra tanto como antes, pero ya no se quiere admitir que se hace. Y, naturalmente, los Estados tienden a no aplicar el derecho de los conflictos armados, ya que niegan estar en estado de conflicto.

Otra consecuencia de la prohibición es un inesperado resurgimiento del viejo mito de la guerra justa, que tanto mal hizo en el pasado y que, en siglo XIX, se creyó que había desaparecido para siempre. Actualmente, una guerra se considera justa cuando tiene lugar en los casos más arriba indicados, e injusta cuando es contraria a los principios de la Carta. Los portavoces de las grandes ideologías políticas han hecho suya la ficción medieval.

Ahora bien, el derecho de los conflictos armados presupone, ante todo, cierto respeto al adversario y, después, que la guerra misma sea considerada como un medio, evidentemente inadecuado, pero un medio, a pesar de todo, para arreglar un desacuerdo y, por último, que el único objetivo de la guerra es la paz. Desde el momento en que se considera que la guerra es un justo castigo, todo está perdido, pues no se pacta con un criminal.

Desde que las Naciones Unidas aprobaron -finalmente- la definición de agresión, el mito de la guerra justa ha recobrado adeptos. Se vio perfectamente en la apertura de la Conferencia Diplomática convocada el año 1974 para puntualizar los Convenios de Ginebra: este espectro macilento, como surgido cargado de cadenas de los castillos en ruinas de la Edad Media, atravesó el cielo, proyectando su sombra siniestra sobre la asamblea, hasta el punto de que, por un momento, su labor pareció comprometida. De hecho, algunos decían que el derecho humanitario sólo se aplica a las víctimas de la agresión, y no a los agresores. El peligro es evidente: entonces, bastaría proclamar como agresor al adversario para que sus soldados, incluso todos sus súbditos, quedaran privados del beneficio de los Convenios. En definitiva, todo el edificio del derecho humanitario correría el riesgo de derrumbarse.

Hubo vivas controversias y, como reacción, otras delegaciones solicitaron que se especificara en los Protocolos que éstos se aplicarán por igual a todas las Partes. Y el viejo fantasma volvió a su mazmorra. Se dice simplemente, en el preámbulo, que nada en el Protocolo o en los Convenios legitima la agresión, y que el derecho se aplica sin distinción basada en las causas del conflicto.

Pero fue muy inquietante el toque de alarma, y sería erróneo pensar que el problema está definitivamente resuelto en general. Debe buscarse la solución en la famosa distinción formulada por Quincy Wright en 1942, y que la doctrina adoptó inmediatamente, entre jus ad bellum (derecho a la guerra), que define las circunstancias en las que se puede recurrir a las armas -ámbito en el cual puede haber sanciones contra el agresor- y el jus in bello (derecho en la guerra), que determina las condiciones de la lucha y que debe aplicarse por igual a todas las víctimas. Esta distinción es capital y ha de mantenerse en todas las circunstancias. De este modo, si el hacer la guerra es un crimen, hacerla despreciando el derecho humanitario es un segundo crimen.

     

  e)       Quinta cuestión : el derecho humanitario forma parte del derecho de la guerra. Ahora bien, como la guerra pone en tela de juicio la existencia misma de los Estados, cuyas energías tienden todas hacia la lucha a ultranza, sus normas, más que otras, corren el riesgo de no ser observadas.

Se puede incluso decir que el ideal en que se inspira el derecho humanitario es difícil de realizar porque exige de los individuos un comportamiento contrario al instinto natural, que empuja hacia el odio al enemigo; exige un alejamiento de los sentimientos espontáneos, y es ésta una de las características de su originalidad. Esto basta para que dicho ideal a menudo no sea comprendido por quienes no están a su altura y, a veces, incluso para que sea rechazado con ira.

El tiempo de conflicto es un período de crisis en el que hay paroxismo. Así, durante el combate, el soldado no está en su estado normal: ha visto caer a su alrededor a algunos de sus compañeros y a otros agonizar ante sus ojos. Por ello, teme en todo instante un ataque por sorpresa o una emboscada; desconfía de todos los que se acercan a él. Todo su ser está orientado hacia la defensa, la respuesta, en una palabra, la violencia. Además, en tiempo de guerra, una vida humana a veces pesa bastante poco en la balanza. Por lo tanto, hay peligro de que el militar no se comporte entonces de manera razonable, civilizada, moderada.

Así pues, se debe saber que el derecho humanitario no siempre es respetado, incluso podría decirse que nunca es respetado completamente. Este hecho es, en parte, responsable de cierto escepticismo que, a veces, se encuentra por lo que respecta a su credibilidad. Pero esta particularidad no es exclusiva del derecho internacional: afecta también a las otras ramas del derecho. La mejor prueba de ello es que la sociedad ha creado t odo un vasto y potente aparato -la justicia penal y la policía- únicamente en previsión de que el derecho sea tal vez violado.

A esto se añade que el público -y todavía más la prensa que lo condiciona- está ávido de sensaciones y tiene tendencia a ver lo que va mal con preferencia a lo que va bien. Si se dispara contra una ambulancia, el día siguiente todos lo sabrán. Pero si miles de prisioneros de guerra son tratados de conformidad con el derecho y si viven normalmente durante meses o durante años, no se hablará de ello porque no es espectacular, y parece natural. El silencio es la aprobación de las masas.

  f)   Sexta cuestión : la guerra perturba el ejercicio de la justicia.

Las leyes de la guerra proceden por prohibiciones, más que por permisiones. De hecho, sería imposible enumerar todos los actos lícitos: son demasiado numerosos y demasiado indeterminados. De ello se deriva un principio del derecho de la guerra, aunque no consta en ninguna parte y es puramente consuetudinario: todo lo que no está prohibido está permitido. Por esta razón, se buscaría en vano la mención de que se tiene derecho a matar, a herir o a capturar a un adversario en uniforme, a destruir instalaciones u objetos que sirvan para la defensa nacional, etc.

Según la fórmula de J. Moreillon, quien mata en tiempo de paz es condenado a muerte o a cadena perpetua; quien mata en el campo de batalla es condecorado al son de marchas militares. Así, el hecho de que se pueda matar, herir, secuestrar, destruir está en flagrante contradicción con el derecho común, que prohíbe estos actos y los castiga con severas sanciones. Por consiguiente, la guerra transforma estos crímenes en actos legítimos y suspende la aplicación del derecho penal.

Señalemos de paso que lo que es verdad en el conflicto in ternacional ya no es, en absoluto, evidente cuando se trata de guerra civil o de disturbios interiores. En tal caso, el Gobierno tendrá tendencia a apoyarse en el derecho común para reprimir las rebeliones y los actos que las acompañan, porque estos actos caen de lleno en el ámbito de la ley penal, que los reprime incluso muy severamente. Sin embargo, lo más a menudo, los rebeldes son perseguidos por haber intentado derribar al Gobierno por la fuerza, es decir, a traición, crimen castigado generalmente con el máximo de la pena; esto hace que sea superfluo recurrir a disposiciones particulares.

En tiempo de guerra, se cometen más infracciones y más graves; ahora bien, es entonces cuando más crímenes quedan impunes. En los Convenios de Ginebra se dictan sanciones penales contra quienes los violan, pero son todavía embrionarias. Sin embargo, sería erróneo decir que la insuficiencia de las sanciones debilita la obligatoriedad del derecho. El derecho no es obligatorio porque se sanciona, sino que, más bien, se sanciona porque es obligatorio.

Hay varias razones para esta impunidad relativa. En primer lugar, por el hecho mismo de la «justificación» arriba mencionada. En cierto modo, los actos ilegítimos se encuentran ahogados en medio de los actos «legítimos». En otras palabras, la violencia prohibida queda oculta tras la violencia permitida.

En segundo lugar, las sentencias y condenas dictadas en el clima de odio y de tensión extrema que originan las hostilidades corren el riesgo de ser consideradas como inicuas por el adversario, cuando en realidad serían legítimas; y de esto puede surgir una temible escalada.

Además, cada combatiente tiene la esperanza, incluso la certeza -se le repite sin cesar- de que su país será el vencedor y de que, por ello, escapará a todo castigo.

Por su parte, los Estados se muestran reacios a reprimir las violaciones cometidas por las propias tropas, a fin de no debilitar su fuerza combativa. Asimismo, no desean ver a sus generales y sus ministros en el banquillo de los acusados. Por consiguiente, se tenderá a presentar los crímenes de guerra -es decir, las infracciones graves de las leyes y costumbres de la guerra- como excesos de celo cometidos por una noble causa, más bien que como atentados contra los derechos sagrados de la humanidad.

Finalizadas las hostilidades, todo se olvida en la euforia de la victoria y se renuncia a castigar a quienes fueron sus gloriosos artífices. Quedan los vencidos. A este respecto, ninguno de los obstáculos mencionados subsiste, y es posible mostrar valentía. Así, Winston Churchill definió los crímenes de guerra como crímenes cometidos por los vencidos y castigados por los vencedores.

  2. El derecho y el Estado  

El derecho humanitario es un derecho de Estado, firmado y aplicado por los Estados. Ahora bien, para con las demás naciones, el Estado -que Nietzsche calificaba como «monstruo frío»- representa los intereses de sus súbditos y se ha convenido en campeón del egoísmo colectivo, un instrumento de poder al servicio de las ventajas más inmediatas de un pueblo. Tan pronto como un hombre de Estado parece tener en cuenta los problemas de otra nación, es inmediatamente acusado de traidor.

Esta es la gran tragedia de la política internacional y de las grandes instituciones intergubernamentales.

Como su nombre indica, el derecho humanitario se funda en la humanidad. Ahora bien, sólo puede ser humano un ser de carne y hueso. El Estado es un organismo abstracto, una especie de robot. Fingiendo con frecuencia actitudes de humanidad, invocando constantemente la justicia y los más nobles sentimientos, el Estado ofrece la perfecta imagen de la hipocresía al servicio del egoísmo (1).

Así pues, el derecho internacional no es ante todo, materialmente, más que la resultante de los intereses de las Partes, es decir, de los Estados. Pero quienes asumen una autoridad en el Estado pueden ejercer -a menudo bajo la presión de la opinión pública que, en nuestros días, tiene un importante cometido que desempeñar- una influencia favorable en su elaboración y en su aplicación, lo mismo que las instituciones filantrópicas que se preocupan de hacer prevalecer un poco de justicia y de misericordia en el mundo, incluso cuando se desencadena la violencia, y que hacen lo posible por introducir en este derecho algunos elementos de humanidad en beneficio del individuo.

Esta empresa, que es la misión que se asigna la Cruz Roja desde su fundación, hace más de un siglo, sólo puede realizarse con paciente insistencia y sin tratar de ir demasiado lejos. Porque disposiciones convencionales demasiado poco realistas, fruto de un humanitarismo desmesurado, no serían en absoluto aceptadas, o, por lo menos, respetadas, y no se lograría la finalidad propuesta.

Pero otros elementos compensan las deficiencias que acabamos de mencionar.

  a)   En primer lugar, las normas del derecho humanitario son de índole imperativa (jus cogens), y no dispositiva. Así, en el Convenio de Viena sobre el derecho de los tratados, del 25 de mayo de 1969, tras haberse definido, en el artículo 53, la disposición imperativa como «una norma aceptada y reconocida por la comunidad internacional de los Estados en su conjunto, como norma que no puede derogarse en ningún caso, y que sólo puede modificar una nueva norma de derecho internacional de la misma índole», se estatuye en el artículo 60, que serán imperativas «las disposiciones relativas a la protección de la persona humana contenidas en los tratados de índole humanitaria».

Para que no triun fe el derecho humanitario, se le opone, a veces, la «necesidad militar». El general Eisenhower, jefe de los ejércitos aliados durante la Segunda Guerra Mundial, dijo en un mensaje de Navidad: «No quiero que la expresión de'necesidad militar'oculte la relajación o la indiferencia; se utiliza a veces cuando sería mejor hablar de comodidad militar, o incluso de comodidad personal» (2).

En realidad, se debe poner de relieve que, en el derecho de la guerra, no hay cláusula alguna, expresa o sobreentendida, en la que se dé prioridad a las necesidades militares; de lo contrario, ¡ya no habría derecho de guerra! Es cierto que hay artículos en los que se dice expresamente «a reserva de las necesidades militares». Se encuentran también fórmulas tales como «en la medida de lo posible» o «las Partes se esforzarán». Se trata de casos en que los Estados no han consentido en comprometerse de manera incondicional. Señalemos de paso que tales fórmulas son peligrosas, dada su elasticidad y, sobre todo, su subjetividad, ya que se hace referencia a la apreciación personal del mando; en el futuro, se debería hacer lo posible por eliminar formulaciones similares.

No cabe duda de que en todo derecho hay una cláusula implícita, el adagio jurídico al que la tradición popular ha dado esta forma lapidaria: nadie está obligado a lo imposible. Se la silencia generalmente; tan grandes son los riesgos de una interpretación abusiva y tendenciosa. Pero es necesario poder hablar de todo; basta ser precisos y dar a las palabras su valor. Por consiguiente, cuando hablamos de imposibilidad, se trata de una imposibilidad material absoluta. En realidad, la parte claudicante se encuentra en estado de infracción de los Convenios y es la que debe presentar la prueba de la imposibilidad con la que tropieza. Y es evidente que el incumplimiento debe cesar tan pronto como mejore, incluso parcialmente, la situación.

Pongamos un ejemplo. Si una tropa está comple tamente aislada en una gran extensión, en un terreno accidentado y hostil, y si padece gran penuria, sin duda le resultará imposible ofrecer a sus prisioneros todas las ventajas, múltiples y detalladas, previstas en los Convenios para condiciones normales. Pero si esta tropa no puede garantizar a los cautivos el mínimo vital, en particular por lo que atañe a la alimentación, debe liberarlos. Pero, además, debe proporcionarles medios para llegar hasta donde haya fuerzas amigas o para dirigirse a un país tercero. Se han visto, en la inmensidad de llanuras heladas y de tórridos desiertos, liberaciones semejantes a condenas a muerte ¿Qué hacer si la liberación no es viable? Entonces hay que compartir todos los recursos disponibles por igual entre la tropa captora y la tropa cautiva.

En tales circunstancias, no cabe duda de que podrán surgir impugnaciones entre los Estados. Cuantos países digan que les resulta imposible cumplir todas sus obligaciones, el adversario dirá, a veces, que no hay verdadera imposibilidad, sino mala voluntad o negligencia.

¿Dónde está la solución? En el pleno ejercicio del control neutral instituido por los Convenios de Ginebra, y es ésta una comprobación que podrá hacerse a menudo. Los delegados de la Potencia protectora y del CICR se harán una idea justa sobre el terreno, apreciarán objetivamente los elementos del problema y atestiguarán que no podría hacerse más o, al contrario, que debe exigirse un esfuerzo.

En conclusión, el recurso a la necesidad militar debe seguir siendo excepcional, pues el derecho ha sido elaborado teniendo ya en cuenta las realidades de la guerra y las obligaciones que implica (3). En este derecho se especifican las exigencias mínimas de la humanidad; por lo general, han de ser respetadas de manera absoluta.

  b)   Por su índole desinteresada y por los valores superiores que defienden, así como por su antigüedad y por su extensión en el mundo, se puede afirmar hoy que los Convenios de Ginebra y de La Haya han perdido, en gran medida, su aspecto de tratados recíprocos y limitados al ámbito de las relaciones estatales, para convertirse en compromisos absolutos.

En primer lugar, el derecho humanitario no consiste solamente en reglas escritas, sino también en reglas consuetudinarias que, a su vez, serán codificadas. En definitiva, todo este derecho no es más que la reafirmación de reglas consuetudinarias más antiguas, desarrolladas y completadas cuando se hizo la correspondiente codificación. Es más, se está de acuerdo en considerar estas grandes cartas de la humanidad como declaratorias. Así lo juzgó el tribunal de Nuremberg por lo que respecta al Reglamento de La Haya (4). De esta forma, obligan incluso a los Estados que no sean expresamente Partes.

Cada uno de los Convenios de Ginebra tiene un artículo en el que se da a toda Potencia contratante la facultad de denunciarlo, es decir, de retirarse unilateralmente, transcurrido el plazo de un año, de la comunidad de los Estados Partes en el Convenio. Pero ésa es lo que se ha convenido en llamar una cláusula de estilo. Desde que existe el I Convenio de Ginebra, o sea, desde hace más de un siglo, ningún Estado ha rescindido su contrato. ¿Cómo admitir que, en el futuro, una Potencia quiera rechazar normas tan elementales de civilización?

Es cierto que, además de los principios esenciales de la humanidad, los Convenios de Ginebra contienen disposiciones secundarias, modalidades de aplicación práctica, a veces detalladas. Suponiendo que una Potencia tenga el descaro de denunciar uno de los Convenios de Ginebra -lo que, repito, parece inconcebible- por su acto se desvincularía únicamente de dichas normas. En cambio, no podría repudiar los principios fundamentales ni eludir el deber de respetarlos, porque tales principios son hoy parte integrante del derecho de gentes, una c odificación de la costumbre de los pueblos. Por lo demás, es necesario conocer esos principios y tener el libro en que figuren, lo que justifica nuevamente lo más arriba expuesto.

  c)   En general, se admite que la no aplicación de un tratado por una de las Partes podría, a la larga, desvincular a la otra Parte de sus obligaciones, o justificar la rescisión del acto jurídico, como si se tratara de un contrato de derecho interno. Pero no podría ocurrir así por lo que respecta a los Convenios de Ginebra: éstos siguen siendo válidos de todos modos, y no están sometidos a la condición de reciprocidad. De hecho, es absolutamente inconcebible, por ejemplo, que un beligerante maltrate deliberadamente o haga perecer a prisioneros porque su adversario haya cometido tal crimen. Eso sería violar gravemente el principio de humanidad y serían los inocentes quienes sufrirían las consecuencias. Si la finalidad de la mayoría de los tratados es salvaguardar los intereses de los Estados contratantes, la esencia del derecho humanitario es completamente distinta, infinitamente más elevada: se determina la suerte que corren las personas. No se trata ya de un intercambio de prestaciones: es un conjunto de normas objetivas en las que se proclaman, ante el mundo entero, las garantías a las cuales todo ser tiene derecho. No se trata ya de ganancias comerciales: se trata de la vida humana.

Por último, para un beligerante, no aplicar uno de los Convenios de Ginebra invocando la insolvencia del adversario, equivaldría a ejercer represalias contra las personas protegidas. Ahora bien, en estos Convenios se excluyen formalmente las represalias. Se confirmó recientemente este punto de vista porque, en el artículo 60 del Convenio de Viena del 25 de mayo de 1969 sobre el derecho de los tratados, se prevé que una violación sustancial de un tratado multilateral por una de las Partes autoriza a las demás a suspender, parcial o totalment e, la aplicación del tratado. Se considera como violación sustancial la violación de una disposición esencial para la realización del objeto o de la finalidad del tratado.

Sin embargo, en este mismo artículo figura una excepción a esta regla para «las disposiciones relativas a la protección de la persona humana contenidas en tratados de índole humanitaria, en particular a las disposiciones que excluyen toda forma de represalias contra las personas protegidas por dichos tratados».

  d)   La aplicación del derecho humanitario no podrá estar supeditada a condiciones, cualesquiera que sean. Ahora bien, no faltan ejemplos para mostrar que algunos Gobiernos han querido subordinaría al cumplimiento, por el adversario, de ciertas condiciones, en general militares o políticas, ajenas a los Convenios de Ginebra y que incluso a veces se basaban en ficciones. Y se sabe que nada hay tan peligroso, para el ejercicio del derecho, como esas ficciones jurídicas, que son frecuentes en nuestros días y que envenenan las relaciones internacionales.

Así, se ha visto que beligerantes suspendían la aplicación del derecho humanitario hasta el reconocimiento, por el adversario, de su país o de un país tercero, hasta la retirada del ejército enemigo a otra línea de defensa y, sobre todo, hasta la admisión de una calificación particular del conflicto internacional, interno o guerra de liberación.

En un llamamiento del 21 de enero de 1974, el CICR, comprobando que su actividad se encontraba frecuentemente paralizada, señaló a la atención de las Potencias «esa peligrosa politización de la acción humanitaria, que desvirtúa profundamente su sentido». El CICR destacaba que «los compromisos que se derivan de los Convenios de Ginebra tienen carácter absoluto, solemne, mediante el cual los Estados se obligan unilateralmente, cada uno con respecto a todos los demás, incluso sin contrapartida, a observar, en todas las circunstancias, reglas y principios reconocidos por ellos como vitales».

En realidad, ya es hora de hacer comprender que el derecho humanitario no está sujeto a regateos, a chalanerías. Las personas puestas fuera de combate o dejadas fuera de la guerra deben quedar también fuera de la política. Porque si en otro tiempo era cierto que «la guerra es la política continuada por otros medios», hoy se debe decir más bien que «la política es la guerra continuada por otros medios», lo que también se denomina «guerra fría».

Además, las interpretaciones de esta índole conducirán fatalmente, mediante contramedidas del mismo orden, a una nivelación hacia abajo en el respeto del derecho y, a largo plazo, a una degradación general y catastrófica de las condiciones de la lucha.

  e)   Tras la Segunda Guerra Mundial, apareció otra desviación del mismo género. Según esa tesis, quien haya violado las leyes de la guerra debería quedar privado de toda protección derivada de este derecho.

A este respecto, lo mejor que puede hacerse es citar la declaración hecha por el señor Pierre Boissier, en nombre del CICR, en la Conferencia Internacional de la Cruz Roja, celebrada en Teherán el año 1973:

«Tal idea está llena de peligros y amenazas, pues bastaría acusar a los prisioneros de haber violado no sé qué disposición o derecho de los conflictos armados para que la Potencia detenedora quede entonces desligada de toda obligación convencional. He aquí lo que nunca debe ocurrir. Las personas protegidas por los Convenios de Ginebra, los prisioneros de guerra, los internados civiles, los habitantes de las zonas ocupadas, por ejemplo, son precisamente personas que el azar de las armas ha hecho que caigan en poder de su enemigo. Es una de las situaciones más críticas en que un hombre puede encontrarse; crí tica porque todos los odios suscitados por la guerra van a converger hacia ese hombre sin defensa, y por ello precisamente ese hombre debe ser protegido por el derecho, debe ser convenientemente alimentado, convenientemente alojado, convenientemente vestido, pero también convenientemente juzgado. Porque se puede juzgar y castigar a un prisionero culpable; los Convenios de Ginebra lo permiten, incluso lo exigen en ciertos casos. Pero hay que juzgarlo con ciertas garantías mínimas, que no deberían incomodar a ningún Estado civilizado. Esta protección del derecho existe de todos modos. Debe subsistir, sea cual fuere el motivo por el cual la autoridad de la que dependía ese prisionero antes de su captura decidió recurrir a las armas. Tales consideraciones se refieren al jus ad bellum ,   al derecho contra la guerra, y no deben afectar al trato que debe recibir un cautivo. La distinción entre el derecho en la guerra y el derecho contra la guerra es de una profunda sabiduría. Es un hecho de civilización. En primer lugar, debe ser comprendida y, después, celosamente defendida.»

  3. El derecho y el individuo  

Conviene evocar una gran cuestión que, por falta de espacio, no podemos tratar con la extensión que merece: ¿confiere directamente el derecho humanitario derechos a los individuos o sólo a los Estados de los cuales son súbditos?

Hasta una época reciente, la mayoría de los autores afirmaba que sólo los Estados son sujetos del derecho internacional. Actualmente han aparecido ideas más liberales y muchos consideran que el derecho internacional puede conferir derechos a los individuos. Si las disposiciones humanitarias siguen siendo de índole interestatal, no cabe duda de que la protección de la persona humana es su verdadera finalidad. El Estado no es un fin en si mismo; no es más que un medio y, a fin de cuentas, sólo existe en función de los individuos que lo integran.

La Cruz Roja es ciertamente uno de los motores de esta evolución. En 1949, los Convenios de Ginebra entraron con paso decidido en el camino así trazado: en el artículo 7 común se prevé que las personas protegidas «no podrán, en ninguna circunstancia renunciar parcial o totalmente a los derechos que se les otorga, en los Convenios y, llegado el caso, en los acuerdos especiales concertados en su favor. » En el artículo 6 se estipula que «ningún acuerdo especial podrá perjudicar a la situación de las personas protegidas, tal como se reglamenta en el Convenio, ni restringir los derechos que en éste se les otorga». Otras disposiciones permiten a los individuos hacer valer estos derechos.

Se sabe que, en el ámbito de los derechos humanos, ha tenido lugar una evolución paralela, que culmina en el artículo 26 del Convenio Europeo, en el cual se confiere a los particulares la facultad de presentar sus demandas a la Comisión de Derechos Humanos, que es ya una instancia jurisdiccional.

¿Son compatibles textos tan formales con la interpretación de la escuela clásica, llamada dualista, o son el efecto de simples errores de redacción? No, por cierto. Las excepciones a la regla tradicional han llegado a ser tan numerosas y tan considerables que ahora es la regla misma la que ha perdido su valor. Como dijo muy bien el profesor Bartos: las reglas del derecho humanitario «han pasado del ámbito del tratado-contrato al del tratado-ley». Tal evolución parece irreversible.

En estas líneas hemos evocado y tendremos que evocar, varias veces, disposiciones que corroboran la primacía del individuo y que, por ello, derrumban al mismo tiempo la ciudadela, antes considerada inexpugnable, de la soberanía del Estado. No se trata aquí de hec hos aislados: son los jalones de una evolución lenta, pero constante, del derecho de gentes, que comenzó con el pensamiento de los filósofos del siglo XVIII, prosiguió, tanto a nivel internacional como a nivel interno, con el movimiento liberal del siglo XIX y llega hoy a su lógico desarrollo.

Como esta evolución es, en el ámbito del derecho humanitario, el resultado de tratados, algunos han hablado de una autolimitación colectiva de los poderes del Estado. Así, al nivel más general, las Potencias han aceptado someterse al derecho internacional, que extiende cada vez más su imperio, y no disponer ya de total libertad para recurrir a la guerra a fin de resolver sus litigios ni para conducir las hostilidades.

En los Convenios de Ginebra encontramos muchos ejemplos de esta tendencia. Ya firmando el primer Convenio de 1864, aceptando prestar asistencia a los heridos humanamente, sin distinción de nacionalidad, los Estados se obligaron, en cierta medida, para con los propios súbditos. La tendencia es todavía más marcada en el IV Convenio de 1949, cuyo título II se aplica al conjunto de la población.

Los Estados asignaron también límites a su poder cuando, en 1929, aceptaron la existencia de un control internacional, ejercido por las Potencias protectoras y, subsidiariamente, por el CICR, para garantizar la aplicación apropiada de los Convenios de Ginebra, y la entrada de agentes neutrales en su territorio. Asimismo, aceptaron un sistema de sanciones, que tiende a garantizar el respeto efectivo de las normas humanitarias. En adelante, una infracción cometida implica la responsabilidad del Estado, el cual debe hacer que cese y castigar a los contraventores. Además, renunciaron al arma tradicional de las represalias, al menos por lo que respecta a las personas que dichos Convenios protegen.

El artículo 3, común a los cuatro Convenios de Ginebra, es una etapa decisiva. A diferencia de lo que ocurría ante s, bajo la égida de la tradición clásica, el Estado ya no es dueño de tratar a su antojo a los súbditos que se rebelen contra el orden establecido y, por este mismo hecho, tiene obligaciones con respecto al partido sublevado.

El artículo 3 sólo es un primer paso y contiene tales deficiencias que era necesario un desarrollo del mismo. Por ello, uno entero de los dos Protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra, firmados en 1977, versa sobre el conflicto no internacional. La Conferencia Diplomática, siguiendo en esto al proyecto del CICR, prosiguió por el camino comenzado en 1949 y que tiende a reglamentar un fenómeno nacional por medio del derecho internacional. Es un medio bastante inadecuado, hay que decirlo, pero no se ha encontrado otro mejor. Lo específico de los tratados internacionales es obligar a cada Estado con respecto a los demás Estados contratantes. En los Convenios de Ginebra, cada Estado Parte se compromete a tratar según ciertas normas de humanidad a los súbditos de esos otros Estados, en caso de que, entre ellos, se desencadene un conflicto.

Pero, en el conflicto interno, la relación es diferente. Formalmente, cada Estado Parte se compromete, con respecto a los otros signatarios, a tratar según las normas de humanidad a los propios súbditos, en caso de que se desencadene un conflicto en el propio territorio.

Se ve inmediatamente que la obligación para con otros Estados -que, por lo demás, no se preocupan de ello- es secundaria: pertenece al ámbito de los medios, y no al de los fines. El compromiso real lo contrae, por supuesto, cada Estado para con un grupo de sus súbditos, en caso de que éstos se subleven. Por lo demás, serán éstos quienes invoquen tal obligación, y no otros Estados, cuya intervención sería, sin duda, mal tolerada. Fuera de esto, hay, como para los derechos humanos, un compromiso moral para con la colectividad humana. Sorprende que, por lo que respecta al conflicto interno, se confiera n, mucho más que por lo que atañe al conflicto internacional, derechos a los individuos mismos.

Así se ha llegado a considerar que la misión del derecho internacional es otorgar, a todos los seres humanos y en todo tiempo, un mínimo de garantías incluso contra las autoridades del respectivo país de origen. Sin duda alguna, esta evolución continuará, porque concuerda plenamente con las necesidades sociales y con la naturaleza humana. Pero seguramente sólo alcanzará el pleno desarrollo cuando el derecho sea refrendado por instancias judiciales y por órganos de control apoyados, a su vez, por una fuerza internacional capaz de hacer respetar sus decisiones. Evidentemente, esto implica una nueva organización del mundo, a la manera de la administración interior de las naciones. Y cabe pensar que entonces, con tales medios, la guerra misma habrá desaparecido de las costumbres. Estamos todavía muy lejos. Pero ya parece que pasó la época en que los Estados podían, simplemente en virtud de su «capricho», despreciar los derechos elementales de sus súbditos, y ello a pesar del deplorable resurgimiento, últimamente, de la presunta soberanía absoluta del Estado. Y, como conclusión, citaremos al profesor Stefan Glaser: «y es hora de que la idea de soberanía del Estado sea reemplazada por la de soberanía del derecho». De hecho, el verdadero soberano es la ley, puesto que también el Estado está sometido a ella. Hoy, ya no se puede apelar al principio de soberanía estatal contra los derechos sagrados de la persona humana.

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  Notas:  

(1) Walter Schätzel, Humanität und Völkerrecht, 1958.

(2) Véase Frédéric de Mulinen, El derecho de la guerra y las fuerzas armadas, Revista Internacional de la Cruz Roja, ene ro-febrero de 1978.

(3) Véase Frédéric de Mulinen, Nécessité militaire et lieux protégés par le droit de la guerre, Revue Militaire Suisse (Lausanne), num. 7, Juillet 1966.

(4) Seguramente el tribunal habría mencionado también los Convenios de Ginebra si éstos hubieran estado entonces tan desarrollados como lo están en nuestros días.



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Reseña biográfica

  Jean PICTET miembro del Comité Internacional de la Cruz Roja, se retiró recientemente de sus actividades profesionales. Durante largos años ejerció importantes y numerosas funciones en el Comité Internacional de la Cruz Roja y en el mundo universitario. En particular, fue vicepresidente del CICR y presidente de la Comisión Jurídica del Comité Internacional de la Cruz Roja. Fue profesor asociado de la Universidad de Ginebra, presidente y director del Instituto Henry Dunant.  

     

  Licenciado y doctor en Derecho de la Universidad de Ginebra, doctor honoris causa de la Universidad de Leiden, de la Universidad de Lovaina y de la Universidad de Zurich; pasante de abogado en Viena y en Ginebra (1935); secretario jurista (1937), y después director (1946) en el Comité Internacional de la Cruz Roja; asumió, en particular, la responsabilidad de los trabajos preparatorios que desembocaron en la firma, el año 1949, de los cuatro Convenios de Ginebra para la protección de las víctimas de la guerra; participó, como experto, en los trabajos de la Conferencia Diplomática de 1949; dirigió la publicación de los cuatro Comentarios de los Convenios de Ginebra; dirigió la elaboración del informe general sobre la actividad del Comité Internacional de la Cruz Roja durante la Segunda Guerra Mundial; encargado de curso de la Academia de Derecho Internacional de La Haya (1950); colaborador destacado en la obra de desarrollo del derecho humanitario emprendida por el Comité Internacional de la Cruz Roja, particularmente como jefe de la delegación del CICR en la Conferencia Diplomática sobre la reafirmación y el desarrollo del derecho internacional humanitario aplicable en los conflictos armados (1974-1977).  

     

  PRINCIPALES PUBLICACIONES  

  •   La Croix-Rouge et les Conventions de Genève (París, 1950).

  •   Commentaire de la Première Convention de Genève de 1949 (Genève, 1952).

  •   Los principios de la Cruz Roja (Ginebra, 1956).

  •   Commentaire de la Deuxième Convention de Genève de 1949 (Genève, 1959).

  •   Les principes du droit international humanitaire (Genève, 1957).

  •   Le Droit humanitaire el la protection des victimes de la guerre (Genève, 1973).

  •   Los principios fundamentales de la Cruz Roja (Ginebra, 1979).

  •   Gran número de folletos y de artículos en diferentes revistas.