La prohibición de las represalias en el Protocolo I: un logro para una mejor protección de las víctimas de la guerra

30-09-1997 Artículo, Revista Internacional de la Cruz Roja, por Konstantin Obradovic

Respondo, con cierta desazón, al llamamiento que hizo la Revista a los “antiguos combatientes” de la Conferencia diplomática sobre la reafirmación y el desarrollo del derecho internacional humanitario aplicable en los conflictos armados (en adelante, Conferencia Diplomática) para conmemorar el vigésimo aniversario de la firma de los Protocolos adicionales a los Convenios de Ginebra . Quienes colaboramos de diferentes maneras en la redacción de estos textos, sentimos un gran alivio cuando, el 8 de junio de 1977, terminamos nuestra labor y, al mismo tiempo, una especie de júbilo por haber realizado una importante acción en beneficio de las víctimas de la guerra. Pues, gracias a los dos Protocolos adicionales, el nuevo derecho de los conflictos armados ha hecho grandes progresos. No hay que olvidar que, actualmente, casi dos tercios de la comunidad internacional han ratificado estos textos. Sin embargo, la aplicación de sus disposiciones deja, desafortunadamente, mucho que desear. Dudo que para demostrar lo bien fundado de esta afirmación, sea necesario evocar los penosos conflictos que han tenido lugar durante los últimos veinte años. El caso que conozco mejor es el de las “guerras yugoslavas” (1991-1995). De hecho, es el ejemplo más patente del desfase entre el derecho y su aplicación. Lo que más preocupa es que todo esto ocurre hoy cuando, después de la desaparición del “universo totalitario”, ya no queda prácticamente sino un único “centro de potencia”.

Éste está integrado por los Estados que, mediante su tradición democrática, su filosofía de los derechos humanos y su concepción general del derecho y de su valor, han propiciado, desde la Primera Conferencia de la Paz en La Haya ( 1899), el desarrollo, la afirmación y la reafirmación del cuerpo que hoy forma el derecho internacional humanitario aplicable en caso de conflicto armado. La causa de este desfase es, en mi opinión, la falta de voluntad política de los Estados en cuestión para “hacer respetar” ese derecho en el mundo, pues no cabe duda de que tienen medios eficaces para hacerlo.

En resumen, el júbilo que sentimos cuando se firmaron los Protocolos se justificaba, sin duda, con respecto al contenido e, incluso, con respecto al texto de este nuevo derecho, pues es, efectivamente, un buen derecho. Así lo consideré entonces y mi opinión no ha cambiado. Es buen derecho porque, contrariamente al antiguo derecho de La Haya, dificulta la conducción de la guerra. Además, porque prevé sanciones en caso de violación de las normas que rigen la conducción de las hostilidades.

Actualmente, esos actos ponen directamente en juego la responsabilidad penal de la persona que transgrede deliberadamente las normas del derecho. ¿Puede ser esto de otra manera en una sociedad internacional que no sólo prohíbe el conflicto armado sino que, además, prohíbe todo empleo de la fuerza armada, incluyendo la amenaza de utilizarla? Considero que no, y sería injusto criticar un derecho tan bien integrado en un ámbito jurídico y que refleja la tendencia de instituir un orden público internacional en donde reina la fuerza bruta.

La desazón a la que hice alusión en las primeras líneas no se relaciona con el derecho sino con su aplicación . Sin embargo, no hay que olvidar que hubieron de transcurrir cuarenta años para que se reconociera debidamente, en Nuremberg, el valor del Reglamento de La Haya. Por consiguiente, cabe esperar que, con el tiempo, surja la actualmente inexistente voluntad política para la aplicación de ese derecho. Esperamos también que la noción de “hacer respetar” sea finalmente comprendida y aplicada en el sentido que inspiró a los autores del artículo 1 común a los Convenios de Ginebra. Se reafirmó esta noción en el primer párrafo del artículo 1 del Protocolo I, pero, me atrevo a afirmarlo, en un contexto jurídico muy diferente al de 1949; lo que, por lo demás, hace que la obligación de las Altas Partes Contratantes sea mucho más imperativa de lo que era en aquella época. Así pues, la obra de 1974-1977 es un logro indudablemente positivo que mejora la protección de las víctimas de la guerra y es más que justo conmemorar su vigésimo aniversario, a pesar del malestar al que hice alusión.

Evidentemente, como toda empresa humana, varios aspectos de los Protocolos adicionales son criticables, pero no abordaré aquí esos reproches. Hablaré más bien del logro que, a mi parecer, es el más importante: la prohibición de las represalias.

Cuando hablamos de la protección del ser humano en un conflicto armado, ¿cuál es la situación más crítica en que éste se puede encontrar en una guerra? La respuesta es, sin duda alguna, caer en poder del enemigo. La suerte que corre puede ser mucho peor si, desafortunadamente, “pertenece” a la parte en el conflicto que libra una “guerra total” y, por consiguiente, sin cuartel. (Incluso en el caso de que sea el individuo más pacífico del mundo y deteste francamente el régimen al que está sometido.) Como represalia, corre entonces el riesgo de ser “castigado” en nombre de todos los prisioneros de guerra fusilados, de todos los heridos exterminados o de todos los civiles torturados, aunque sea inocente, aunque no tenga nada que ver con todos esos crímenes e, incluso, aunque, quizás, los repruebe profundamente. Ahora bien, el Protocolo I sigue la vía trazada en 1949 para prohibir de modo casi absoluto las represalias contra todas las categorías de personas protegidas que están en poder de la parte adversa. Lo s motivos son tanto humanitarios como racionales. La historia de las guerras —y sobre todo la de la Segunda Guerra Mundial— lo muestra sin equívocos: las represalias no sólo son un medio bárbaro, injusto y no equitativo porque afectan siempre a inocentes, sino porque, además, son ineficaces. Aunque se “justifiquen” como respuesta a la violación del derecho por el adversario, esta práctica nunca hace triunfar la legalidad. Por lo demás, todos los fusilamientos masivos durante el último conflicto mundial y la destrucción de todos los Oradour-sur-Glane de este mundo no han mermado la voluntad de resistencia de la parte víctima. Es, pues, en vano que se recurre a esos medios.

La Conferencia Diplomática no pudo prohibir del mismo modo las represalias en la conducción de las hostilidades. Es evidente que si una parte en el conflicto bombardea salvajemente ciudades, el adversario no tiene derecho a responder por un acto similar, pues la población civil y los objetivos no militares están, siempre y entodas las circunstancias, bajo la salvaguardia del derecho humanitario. Sin embargo, hay situaciones en que está permitido responder del mismo modo a una violación grave y manifiesta cometida por el adversario en el campo de batalla. Pero en este caso, el ataque debe estar dirigido, bajo ciertas condiciones, contra combatientes y objetivos militares. Los expertos militares tienen el deber de evaluar la eficacia de este tipo de represalias. Sin embargo, la experiencia muestra que atacar, incluso argumentando represalias “justificadas”, contra la población civil del adversario no aporta ventaja alguna. El único resultado del bombardeo de Londres y de otras ciudades británicas, en 1940, fue la destrucción total de Dresde y Leipzig, en 1945. Ni los Aliados ni el Eje retrocedieron ante esos sacrificios y la Alemania nazi sólo entregó las armas cuando se vio prácticamente en la imposibilidad de oponer resistencia. Desde 1945, los conflictos llamados “internos” sólo han confirmado lo que ya se sabía: l os ataquescontra la población civil, aunque sean “justificados”, no tienen influencia alguna en el sino de una guerra; la única consecuencia es la generalización de la barbarie.

Podría objetarse que sigue habiendo represalias a pesar de estar prohibidas por el Protocolo I. Bastan como ejemplo las “guerras yugoslavas”. Pese a ello, las muy precisas y claras disposiciones al respecto no dejan la menor duda de que las represalias contra la población y los objetos civiles son una violación grave del derecho internacional humanitario y el haber aclarado este punto es un logro extremadamente importante. Actualmente, el beligerante que actúe de ese modo debe estar plenamente consciente de que viola manifiestamente el derecho y que acomete esas acciones por su cuenta y riesgo. En otras palabras, las personas que ordenan o ejecutan tales actos ya no pueden, si llegan a encontrarse ante una jurisdicción nacional o internacional, invocar para justificarse la respuesta a una violación similar del enemigo. Si la finalidad del derecho humanitario es, entre otras cosas, evitar la crueldad inútil, esta causa está bien servida mediante esta prohibición. Dictada como un principio de base e incluida en diferentes artículos del Protocolo I a fin de precisar su alcance, la prohibición de las represalias contra las personas y los bienes protegidos es, sin duda, un escudo contra a la barbarie.

  Konstantin Obradovic es profesor de derecho internacional en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Belgrado. Participó en la Conferencia Diplomática de 1974-1977 como miembro de la delegación yugoslava y fue vicepresidente de la Comisión I.

Original: francés