Perdí a mi esposo en medio del caos de violencia que estalló en mi aldea, en Myanmar. Ahora solo somos mi hijo y yo. La vida ha sido ardua para nosotros. Mi salud es tan frágil que me quedo sin aliento a cada rato, y tengo un dolor constante en el estómago. El dinero prácticamente no alcanza para nada. Solo recibimos arroz y otros artículos que nos entregan las organizaciones de ayuda humanitaria. Pronto llegarán las lluvias a esta zona. Tengo miedo de que los monzones inunden nuestra casa, como el año pasado.
Nuestras casas no están hechas para soportar las lluvias. Soy un majhi o jefe de la comunidad y tengo una responsabilidad enorme. Tengo que estar muy alerta para asegurarme de que los miembros de la comunidad hayan recibido alimentos suficientes y otros servicios para sobrevivir.
Yo tenía una casa. Ahora, no tengo nada. Todo es lluvia, tormenta y fango... tengo que quedarme aquí. Mi esposo es viejo y débil, y me enteré de que mi hijo mayor está preso. No tenemos ninguna fuente de ingreso. Somos una familia de nueve personas: difícil imaginar cómo sobrevivimos en este sitio. No tenemos otra opción.
Aquí, cuido la tienda de venta de cigarrillos de mi cuñado; sus clientes, en general, son hombres. No me siento cómoda vendiendo cigarrillos y hojas de betel, pero nuestra supervivencia depende de eso, ya que mi esposo no puede trabajar porque padece una enfermedad mental. Es difícil trabajar y cuidar a mi bebé. Sin embargo, no sé si quiero regresar: la vida es la misma aquí que allí.
Vivía sin preocupaciones. Iba a la escuela y jugaba con amigos, pero todo cambió cuando nos mudamos aquí. Debo ayudar a mi familia. Los días en que se distribuyen alimentos, acompaño a mi padre hasta el lugar de distribución porque él es viejo y no puede ocuparse de todo. Salgo a buscar agua todos los días y espero mi turno en fila durante horas solo para llenar dos cubetas.
Me siento preso aquí, pero es el único lugar seguro que tenemos. Llegué a este campamento hace ocho meses, cuando solo había unas pocas familias. Luego, se transformó en un campamento inmenso. Conseguir agua es una lucha cotidiana y cansadora, pero ya me acostumbré a la rutina diaria. Regresaré a casa cuando haya seguridad.
Somos una familia de nueve personas, y nuestro viaje para llegar hasta aquí fue largo y peligroso. Haber recibido ayuda de una familia bangladesí, que nos albergó en su casa, fue algo extraordinario. Era dueño de un negocio próspero, pero perdí todo a causa de la violencia. Mi hija, que tiene siete años, no entiende esta crisis, y me siento impotente cuando me pide un buen plato de comida.
En el campamento de Bagghona, me topé con un niño de tres años de edad que estaba perdido. Lo recogí y caminamos durante dos horas, yendo de puerta en puerta en busca de su familia. Alguien me guio hasta su casa, pero la madre del niño, ansiosa, había salido a buscar al pequeño. Esperé a que la madre regresara, y recién cuando el pequeño la identificó, se lo entregué a la mujer. Cada día nos trae un nuevo desafío, pero me motiva la alegría que sienten las personas cuando se reencuentran.
Mientras estaba en el campamento de Kutupalong prestando el servicio de llamadas telefónicas a las familias, me crucé con una r joven que había sido separada de su esposo. Tan pronto como ambos se comunicaron, ella se puso a llorar de alivio, no podía parar. Jamás olvidaré ese momento. No es fácil ser una mujer voluntaria. Las personas me juzgan y tienden a ser cínicas acerca de mi capacidad. Sin embargo, cuando ven mi labor, terminan valorándola.
A diez meses del estallido de la crisis en Rakhine, miles y miles de personas desplazadas de Myanmar continúan viviendo en asentamientos abarrotados que improvisaron en Cox's Bazar. Los casos se repiten por doquier: familias enteras se vieron forzadas a abandonar el lugar al que consideraban su hogar para huir de la violencia y salvarse. El viaje al vecino país de Bangladesh fue riesgoso y estuvo plagado de dificultades, pero era la única opción segura que tenían al alcance.
En los campamentos de Cox's Bazar, la necesidad de asistencia es abrumadora. La temporada de los monzones, que amenazan con causar inundaciones y aludes, se suma a la preocupación de los pobladores. En la actualidad, las autoridades y las organizaciones de ayuda humanitaria que trabajan sobre el terreno —como la Media Luna Roja de Bangladesh— satisfacen las necesidades básicas de las familias desplazadas, cuya máxima preocupación es el futuro incierto.