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Colombia "En las entrañas del monstruo"

14-08-2001por Juanita León

Tomado de "Revista Semana

Este artículo ha sido publicado en la Revista Semana (Colombia) del 25/05/2001 (Nota del CICR: donde dice "Cruz Roja Internacional", léase : "Comité Internacional de la Cruz Roja")  

Nota: La publicación de textos de autores que no pertenecen al CICR se hace bajo su exclusiva responsabilidad y/o de las institución(es) a que representan; por lo tanto, no constituyen ni pueden ser interpretados como tomas de posición del CICR.

  La Cruz Roja Internacional ve todos los días escenas del conflicto dignas de una película. Juanita León las presenció durante ocho días y este es su guión.  

     

Controlar los instintos

“¿Se quiere morir? ¡Entonces, hable. Diga dónde están, por dónde se fueron. Hable!”, le grita el soldado al hombre que patea en el suelo. Sus compañeros disparan al aire, los perros ladran y un niño chilla a todo pulmón. Los soldados que observan la escena sueltan la carcajada. El capitán los interrumpe y ordena finalizar el simulacro. Explica que así no se debe tratar a la población civil, que existe una forma correcta. Los soldados vuelven a entrar al pueblo ficticio, esta vez sin disparar. Saludan de mano al señor de la choza, le preguntan si ha visto algo raro, lo requisan y le ofrecen su apoyo. Cuando los reúne nuevamente el capitán les dice: “La guerra no se mide por litros de sangre. La guerra se gana ganándose a la población civil”. Los soldados sacan su propia lección de este taller práctico en Derecho Internacional Humanitario (DIH): si maltratan a la población y le dan la espalda, la guerra está perdida.

En la tarde, los oficiales que dirigieron los ejercicios se reúnen en un aula calurosa. El taller, que hace parte de su reentrenamiento de seis semanas, lo dictan las Fuerzas Armadas todos los años con el apoyo del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en el Centro de Instrucción y Reentrenamiento de Aguachica, Cesar, una población hirviendo, otro más de los múltiples territorios en disputa entre guerrilleros y autodefensas.

Al frente de los instructores está el mayor Gustavo Alfredo Mejía, subdirector del Centro de Instrucción, y junto con los delegados del CICR analizan las cuatro fases del taller: respeto a la vida de los combatientes heridos, protección a la población civil, trato al combatiente que se rinde y cómo conducirse en los retenes con el personal de la Cruz Roja. Como alumnos juiciosos, los capitanes y sargentos levantan la mano y hablan por turnos. Uno de ellos dice que le preocupa que el Ejército pierda ventaja militar si respeta al pie de la letra el derecho internacional humanitario mientras la guerrilla lo viola, una inquietud que varios comparten.

El mayor Mejía responde a las dudas de sus subalternos. Respetar las reglas de la guerra no afecta el desempeño táctico —dice—, pero es difícil educar los instintos. Cuenta que hace unos años en Urabá, las Farc atacaron una patrulla y alinearon a la entrada del caserío los cuerpos casi sin cabeza de cinco de sus soldados con tiros hechos a quemarropa. “Ver ese cuadro tan miserable lo deja a uno sin ganas de ayudar a un guerrillero herido”, afirma el mayor, quien ha pasado la mayoría de sus 20 años en el Ejército en el frente de batalla. “Uno tiende a actuar por resentimiento, pero tratamos de que la institución cree instintos de no exceders e frente al otro”.

Ricardo Angarita, el asesor de difusión, quedó satisfecho con el taller. El es uno de los 200 empleados colombianos que trabajan con el CICR y uno de los más antiguos. Entró en 1991 cuando sólo había cuatro delegados internacionales que se dedicaban sobre todo a lograr que Colombia ratificara el protocolo II adicional de Ginebra (que finalmente entró en vigor cinco años después), y cuando, confundiéndolos con la Cruz Roja Colombiana, el único curso que le pedían era de primeros auxilios. Por eso ahora, 10 años después, no acaba de asombrarse con las cartas que recibe diariamente de brigadas, universidades y comunidades pidiéndole cursos sobre derecho internacional humanitario. Y de hecho el CICR dicta también talleres a guerrilleros y autodefensas para que no involucren a la población civil y cumplan las normas internacionales de la guerra.

En estos últimos años, la infraestructura del CICR creció a tal punto que Colombia es ahora la cuarta misión más grande en el mundo. Cuenta con 55 delegados internacionales y 16 oficinas en todo el país y es la única institución que mantiene contacto directo con los grupos armados.

Su trabajo le ha llegado tanto a la gente que cientos de campesinos guardan en sus billeteras el almanaque que reparte el CICR con las reglas de respeto a la población civil como una especie de amuleto, como si por arte de magia pudiera disuadir a los grupos armados de atacarlos cuando lo vean. En un pueblo de Sucre la gente llegó más allá: pintó todas las casas de blanco y les puso una cruz roja gigante a cada una, con la esperanza de que eso los protegería de un inminente ataque. Fue un gesto ingenuo quizás, y está prohibido usar el emblema de la Cruz Roja, pero revela cómo se confía en esa organización, una de las únicas que se percibe como neutral en el conflicto armado. Cuidar esa imagen es clave para la seguridad y la efectividad de los delegados del CICR. “Ser n eutral para un extranjero como yo es fácil”, dice Elena Lucci, la delegada del CICR en Barranca que acompañó a Angarita en el taller. “Lo difícil es mantener el equilibrio entre ser efectiva en los contactos con los grupos armados y al tiempo no romper la comunicación con ellos”.

Lucci tiene 27 años y llegó de Italia hace siete meses para realizar su primera misión con el CICR. Desde entonces su celular no deja de sonar. Ahora es su jefe en Bucaramanga que la llama para decirle que debe estar pendiente de viajar a San Pablo a llevarles asistencia de emergencia a cientos de campesinos desplazados a raíz de los combates entre las autodefensas y la guerrilla en el sur de Bolívar. Otro día estará en la cárcel visitando detenidos y el día después bregará para reunificar una familia desintegrada por el conflicto.

   

Entre rejas

En la cárcel de Cúcuta casi todos los internos son hombres condenados. Algunos trabajan en talleres de ebanistería, otros alzan pesas en un pequeño gimnasio y otros estudian primaria o bachillerato. Pero la inmensa mayoría solamente deambula por los pasillos, como si su castigo fuera ver todos los días las mismas paredes. Parecen aten tos a lo que pueda suceder, mirando por el rabillo del ojo. Pero casi nunca pasa nada. Sólo la espera.

Una vez al año, sin embargo, hay acción. Llegan los delegados del CICR y se están toda una semana evaluando sus condiciones. Por eso se les pegan como hormigas al azúcar. Todos quieren algo: una silla de ruedas, un balón de fútbol, medicamentos especiales, sólo conversar… Los delegados apuntan sus nombres y les explican qué puede hacer el CICR y qué no. Durante un momento de la visita, Marie-Thérése Engelberts, de 55 años, una vivaz delegada de salud suiza, tiene que contenerse para no regañar a presos y guardias por la suciedad en la que viven. Es que se comen un mango y lo tiran al piso. Como si hiciera falta atraer más mosquitos a una cárcel con una sobrepoblación de 700 presos. Es difícil entender también la desidia del Estado que inauguró una nueva ala de la prisión hace seis meses, pero nunca trajo los guardias suficientes para ponerla a andar. Hoy abandonada, comienza a cubrirse de musgo.

Engelberts maneja programas de asistencia médica y de prevención en salud física y mental en varias cárceles del país. Por eso ella escucha las dolencias de los presos, mientras otros tres delegados hacen su visita rutinaria a los detenidos a raíz del conflicto. No hay casi nadie en el patio de las autodefensas. Están jugando fútbol. Aunque duermen de a cinco en cada celda, es el único recinto impecable de la cárcel, adornado con plantas, dibujos de helicópteros artillados, máximas de Carlos Castaño —el jefe de las AUC—, y tarjetas románticas y de conejitos.

Los delegados del CICR se entrevistan con los internos nuevos para preguntarles sobre cómo los trataron durante la detención. Si varios denuncian malos tratos en una estación de Policía, por ejemplo, los delegados irán a hablar con el supuesto responsable para aclarar las cosas. Si las denuncias prosiguen, hablarán con el comandante de la estación. Muchas veces basta una visi ta para arreglar la situación, pues las autoridades se esmeran en cuidar su imagen internacional. Al final de la visita, también hablarán con el director de la cárcel para hacerle recomendaciones.

Conexo a este patio está el de los guerrilleros. Los separa una inmensa pared pero comparten el tedio. Los presos tienen varias quejas: la comida es siempre la misma y siempre mala; llevan meses allí sin que los hayan juzgado; y los agobia la soledad. El delegado les recuerda que el CICR les paga el transporte a los familiares de guerrilleros o autodefensas para que los visiten en las diferentes prisiones del país, pero varios de los que están allí dicen que no quieren usar esos pasajes, pues tendrían que contarles a sus hijos o padres que están con un grupo armado y que encima están presos.

En el fin del mundo

En la zona rural de Montecristo, en el sur de Bolívar, todo está en constante movimiento. Basta mirar fijamente un punto para detectar decenas de microscópicas hormigas marchando en fila india. Pájaros de varios colores vuelan de una orilla a otra del Cauca. Ni siquiera el río se queda quieto, se expande y se contrae a diario. En contraste, el tiempo está como atrapado en el calor y la humedad del trópico. El río seco le impidió a la Unidad Móvil de Salud del Comité Internacional de la Cruz Roja llegar a tiempo al primer caserío. También lo retrasaron los retenes. Primero el del Ejército en Nechí, que después de las preguntas de rigor dejan seguir la lancha. Una horas después parece que va a haber otro de guerrilleros del Eln que el chalupero creyó divisar en la selva. Pero cuando Jean Beausejour, la delegada canadiense de salud de Bucaramanga conversa con ellos, se da cuenta de que son autodefensas. No es fácil distinguirlos a primera vista. Todos son jóvenes, se visten de verde, usan los mismos camuflados, tienen armas similares y la mayoría ya lleva las mismas botas de cuero. Los autodefensas quieren que el CICR transp orte a uno de sus hombres que está enfermo de paludismo hasta el hospital más cercano. Jean y Javier Cepero, el delegado de terreno de Sucre, les explican que la Cruz Roja suspendió la evacuación de combatientes heridos desde que las Farc y las AUC remataron a heridos del bando contrario en sus vehículos. Los combatientes no quedan satisfechos con la explicación pero los dejan seguir.

La lancha finalmente llega a su destino. Mujeres y niños brotan de todas partes. Los hombres, en cambio, se esfuman, quizá porque saben que se requerirá de su fuerza para bajar la planta de luz, los equipos de odontología y las cajas de medicamentos. Pero las mujeres los azuzan y en menos de media hora el abandonado puesto de salud cobra vida. Una anciana no para de quejarse. Tiene rodajas de papa amarradas en la cabeza con una badana para aliviar su jaqueca y escasamente se tiene en pie. Una niña de 11 años respira con dificultad y una mamá llora a la par con su hijo de dos años. Como estos tres parecen ser los casos más graves la médica Carmen Sofía Carrillo los atiende de primeros. Todos tienen paludismo. Esta enfermedad se disparó, cuentan los campesinos, desde que el ELN llegó al pueblo, saqueó la farmacia y desterró al médico hace tres años. Para controlarla bastaría con fumigar, pero los funcionarios encargados de hacerlo temen ir por esos lares.

Las autodefensas también pusieron su cuota de sufrimiento a estos pobladores. No permiten transportar mercancías por más de 200.000 pesos por el río y un expreso de la lancha cuesta 150.000 pesos. Entonces en la única desabastecida tienda de abarrotes, no se encuentra siquiera una aspirina para aliviar los dolores. “Si no fuera por la Cruz Roja nos moriríamos de cualquier enfermedad”, dice uno de los campesinos que se dedica a la siembra de maíz. Cuenta que ir al hospital más cercano en Nechí o Guaranda les cuesta entre 40.000 y 50.000 pesos, suponiendo que la metálica (la flota acuática) circula. “Por el conflicto había c elos y estuvo parada cuatro meses”, afirma, cuidándose de que no lo oiga nadie más. Si hay una emergencia, dice, sacan al enfermo a lomo de burro cuatro horas hasta el hospital más cercano.

   

Es que el conflicto armado no sólo deja muertos y secuestrados. Sus efectos pueden ser cruelmente sutiles, como hacer que la gente pierda sus dientes antes de tiempo o que esté condenada a bañarse con agua podrida. Por eso la doctora Carrillo encuentra tantos problemas de piel en el sur de Bolívar. Piquetes de zancudo enconados, costras, hongos, barros, granos supurantes, brotes, escozor, comezón, urticaria, hormigueo, piquiña, rasquiña son los síntomas que van enumerando los pacientes. Todos saben que es por bañarse y tomar agua sin tratar del río donde lavan los animales, botan el mercurio de las minas de oro de la serranía de San Lucas y flotan cadáveres hinchados, pero aseguran que lo seguirán haciendo porque es lo único que los refresca en ese calor infernal.

Mientras esto sucede en el centro de salud, Javier, el otro delegado, habla con los guerrilleros del ELN que patrullan el caserío. Cree que ha logrado convencerlos de que permitan la fumigación de los mosquitos que transmiten el paludismo. De esa capacid ad de persuasión de cada uno de los delegados del CICR depende en gran parte su éxito o fracaso porque a diferencia de otros organismos internacionales, no trabajan a través de la denuncia sino del contacto con todas las partes en conflicto que permiten el diálogo personal. Así por ejemplo, si los parientes de un secuestrado les piden que averigüen quién tiene a su familiar, ellos indagan con los distintos grupos hasta dar con su paradero, informan a la familia y tratan de convencer a los captores que permitan que le lleven mensajes, atenderlo si se enferma o recibirlo si lo liberan.

Sólo cuando ven al delegado del CICR con su camiseta blanca y roja, muchos secuestrados comienzan a sentirse libres, pues hasta ese momento no saben si la larga caminata desde su lugar de cautiverio es hacia la muerte. Por eso cuando salen los besan y los abrazan como si fueran sus salvadores. Javier dice que a veces se siente mal porque atender la liberación de un secuestrado es lo que menos esfuerzo requiere de ellos. “Durante un segundo es una orgía de alegría”, dice este abogado español de 32 años. A Javier esos instantes de felicidad, como a la mayoría de delegados, le compensan todo el resto de trabajo en el que a veces los resultados no se ven o en él hay que ver demasiado sufrimiento o excesiva crueldad. Es común, por ejemplo, que cuando contactan a un grupo para preguntarle si tienen a una persona desaparecida, digan de una: “Sí, lo matamos ayer”, una noticia que luego le toca al delegado transmitir a los familiares. También han llegado al extremo de verse obligados a pedirles a los grupos que respeten un cadáver que está en riesgo de ser mutilado o tirado al río.

Sólo con su poder de convencimiento, los delegados del Comité Internacional de la Cruz Roja evitan todos los días ejecuciones, desplazamientos, torturas o masacres. Nadie mide estos logros. ¿Cómo registrar que alguien sigue vivo? ¿Que un sindicado no fue torturado? ¿Que una familia desplazada sufre menos ? Sólo estas víctimas anónimas lo saben, y aunque no lo registre ninguna estadística, es a veces la única prueba que tienen en mucho tiempo de que algo de humanidad queda en medio de tanto horror.

   

  Fotografías: Revista Semana Colombia  

     



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