El miedo y la vergüenza silencian a las víctimas de violencia sexual en Colombia

21 marzo 2017

 

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Isabel fue agredida sexualmente por tres hombres armados que hacían presencia en la región montañosa en la que vivía. El temor a que lastimaran a sus hijos, que dormían en la habitación contigua, la obligó a callar sus gritos. Fue golpeada y violentada durante un tiempo que no logra calcular. Unas semanas más tarde, supo que estaba embarazada. Decidió huir, con sus hijos a cuestas. Nunca volvió a su tierra. Nunca habló.

Isabel cargó durante veinte años con el precio del silencio. Nadie conocía su secreto. Sin embargo, hace un año, tras haber sido desplazada de nuevo por su trabajo como líder comunitaria, decidió por fin con su hija, fruto de aquella violación.

"Lo que más me duele es que ella sufre. Ella siente que no vale. Si ni siquiera yo lo asimilo tantos años después, ¿cómo va a asumirlo ella?", dice Isabel. Pensó en quitarse la vida e intentó abortar, perder a ese hijo que nunca deseó, pero su hija nació. "La adoro, claro, pero a veces es bien terrible mirarla. Me recuerda lo que pasó. Siempre me pregunto cuál de aquellos hombres es su papá".

Isabel no se llama Isabel. Su nombre podría ser cualquiera. Su historia es la de tantas mujeres, niñas y niños colombianos, violentados física y emocionalmente por los actores del conflicto y la violencia armada. Sus cicatrices, sus cuerpos marcados, su valentía y su capacidad de lucha son parte de la geografía emocional de este país.

Según cifras de la Unidad de Víctimas, entre los años 80 y diciembre de 2016 han sido registradas cerca de 17.100 mujeres y niñas que sufrieron de delitos contra su libertad e integridad sexual en el marco del conflicto armado. El hecho de que se tenga poca documentación de víctimas hombres o personas con otras identidades sexuales no implica que la violencia sexual contra ellos no exista, sino que la invisibilidad del fenómeno es aún mayor.

Radiografía de la violencia sexual en Colombia


Una muestra de 100 casos recopilados por el CICR en Colombia entre 2014 y 2016 indican que varias de las víctimas atendidas padecieron más de un episodio de violencia sexual en su vida. En un 41 por ciento de los casos hubo más de un perpetrador y fueron comunes las violaciones colectivas cometidas por entre tres y ocho personas.

No es anómalo encontrar a víctimas que refieren que también sus madres, hermanas, hijas o abuelas han sufrido agresiones de este tipo. Es decir, se trata de un fenómeno recurrente y que afecta a varias generaciones dentro de una misma familia, lo que está relacionado con la persistencia del conflicto y la violencia armada en el país.

Entre las víctimas de violencia sexual que se acercaron al CICR, se registró una mayor afectación de las mujeres afrocolombianas y campesinas (40 y 35 por ciento respectivamente).

 Lo anterior parece estar relacionado con varios factores concurrentes: el primero, su ubicación geográfica en áreas rurales con escasa presencia estatal; el segundo se refiere al hecho de que en estos mismos territorios se localizan fuentes de riqueza para la financiación de la violencia armada. El interés por manejar estas zonas implica que los actores armados ejercen un férreo control sobre la población. Muchas veces la víctima sigue expuesta a represalias por parte del perpetrador, lo que conlleva a su silencio.

Todo caso es una urgencia médica

El CICR constató que existe un elevado desconocimiento entre las víctimas sobre el hecho de que todo caso de violencia sexual es una urgencia médica. Por este y otros factores como el miedo o la vergüenza, la mayoría de las personas afectadas y apoyadas por el CICR no se acercó a instituciones de salud tras los hechos (menos de 72 horas). 

Una de cada cinco víctimas de violencia sexual que atendió el CICR entre 2014 y 2016 presentó un embarazo no deseado. Con la intención de interrumpir estos embarazos, muchas mujeres recurren a prácticas inseguras para provocar un aborto que pone en riesgo su integridad física. Cuando los niños nacen, el hecho de que muy pocas veces sus madres hayan tenido apoyo psicosocial, unido al estigma y la discriminación, los hace más vulnerables y los expone al abandono y al maltrato.

En algunas ocasiones, el acceso a medios de subsistencia queda vetado por el miedo a tener que caminar por zonas inseguras y a la persecución de los autores de las agresiones. Por eso el apoyo a las víctimas no deber ser solo psicológico y físico, sino también económico. Esto les permite comenzar un nuevo proyecto de vida en un ambiente más seguro.

Fuente: Muestra de 100 víctimas atendidas por el CICR, en cooperación con otras instituciones, entre 2014 y 2016. Estos datos no deben tomarse como el reflejo de una tendencia nacional. Una víctima pudo reportar más de un hecho. 

Faltan garantías

En términos generales, este tipo de violencia constituye un fenómeno que presenta un importante subregistro. Esta falta de información está asociada a dos factores: las escasas denuncias que existen como consecuencia de la falta de un ambiente protector y confidencial que brinde las garantías suficientes a las víctimas para compartir sus experiencias y buscar apoyo, y un elevado índice de impunidad en materia judicial.

A menudo, a pesar de los esfuerzos, la respuesta humanitaria del Estado presenta todavía carencias y las víctimas se encuentran solas, sin apoyo por parte de su entorno cercano, con el que frecuentemente no comparten su experiencia, ni por parte del aparato estatal. Los sentimientos de miedo, culpa y vergüenza son una constante; las heridas emocionales tardan tanto o más en sanar que las físicas. El tabú que rodea estas agresiones a mujeres, hombres y niños cubre los abusos con un halo de invisibilidad.

Creemos firmemente que la violencia sexual en el marco de los conflictos armados y otras situaciones de violencia puede y debe detenerse. Con una respuesta integral que incluya prevención, protección y asistencia, buscamos garantizar que las necesidades de las víctimas sean atendidas.

El apoyo psicológico que ha recibido Isabel la ha ayudado a superar en parte lo que le ocurrió. Ha perdonado, dice, pero no olvidado. "Todavía me salen lágrimas cuando hablo de esto". Asegura que hablar con otras mujeres que han sufrido violencias similares es sanador: "Yo antes no salía de casa, sentía miedo. Ahora me siento capaz de contarlo, de apoyar a otras mujeres que han pasado por la misma situación".

Secuelas que duran años

No le importó que estuviera embarazada. Quien violó a Fulvia también la golpeó y amenazó. "Si usted habla, yo sé dónde vive su familia", recuerda que le dijeron. "En el conflicto armado, la violencia sexual se usa como una forma de generar terror. La usan todos los grupos armados", agrega.

Por más experta que sea en la atención a víctimas, historias como las de Fulvia siempre afectan a Carolina, psicóloga de Cruz Roja Colombiana en Buenaventura, Valle del Cauca. "Nos llegan tantos casos que eso empieza a dejar una huella personal. Duele ver tanto daño, tanta violencia, tanto miedo en niños, en mujeres", asegura.

La estrategia de atención a víctimas de violencia sexual que implementamos junto con la Cruz Roja Colombiana va más allá de la atención temprana en salud. Abarca también la atención psicosocial, independientemente de que hayan transcurrido años desde la agresión.

"A veces encontramos mujeres que luchan y son líderes, pero su afectación sigue. Pasan los años y cada vez que cuentan su historia siguen reviviendo dolores y tocando fibras emocionales muy sensibles", dice Carolina.

Un canto para sanar

Bogotá. Los grupos de mujeres de Afromupaz se cuentan sus historias, cantan y tocan instrumentos. Foto: Isabel Ortigosa/CICR/CC BY-NC-ND

"Es tan vergonzoso el tema de la violencia sexual que los victimarios no lo reconocen. El cuerpo es algo tan personal, tan nuestro, que las mujeres se culpan", dice María Eugenia Urrutia, fundadora de la Asociación de las Mujeres Afro por la Paz, Afromupaz.

Como consecuencia de una agresión sexual, tuvo que desplazarse de su natal Chocó. Hoy se dedica a ayudar a otras víctimas a través del activismo social y terapias colectivas que incluyen cantos y tradiciones ancestrales.

Sin embargo, nunca fue fácil para María Eugenia superar su propia historia. Tras la violación, se sumió en el llanto sin salir de su casa y retiró a sus hijos del colegio. "Pero un día empecé a cantar... a recordar los cantos del Chocó. Con los cantos, abrazando a mis hijos, reaccioné. Me di cuenta de que el canto era sanador", relata.

 

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