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Herederos de la guerra: ¿aislar o reintegrar?

Por Ariane Tombet, jefa de Misión del CICR en Nicaragua; Kian Abbassian jefe de Misión del CICR en Guatemala; Olivier Martin, jefe de Misión del CICR en El Salvador, y Alexandre Formisano, jefe de Misión del CICR en Honduras

Hace algunas décadas que Centroamérica dejó de ser el escenario de guerras entre ejércitos y guerrillas, pero la tensión social y la violencia armada persisten de manera preocupante y generalizada. Los habitantes de algunos países de la región siguen enfrentando las graves consecuencias de la violencia en forma de homicidios, ataques armados, secuestros y extorsiones, atrapados en una espiral que parece no tener fin.

El Comité Internacional de la Cruz Roja conoce bien esta realidad: lleva años entrando a esas comunidades y escuchando a las personas cargarse de paciencia en espera de una reacción del Estado que no acaba de concretarse o es insuficiente.

Hemos encontrado en El Salvador, Guatemala, Honduras, y en otros países de la región, a muchas mujeres y hombres que vivieron las guerras del pasado y nos comparten el sufrimiento del presente. Personas que se sienten rehenes de una violencia reciclada, multiforme, que tiene su raíz en el deterioro del tejido social y la desigualdad; que se enfrentan a diario a alguien que les recuerda quién manda en su calle, a un enemigo en la sombra que les condena a pagarle una servidumbre, que convierte su esperanza y su futuro en un día más de vida.

La otra cara de la moneda es también bien conocida por nuestros especialistas: la de los miles de personas privadas de libertad que visitamos en las cárceles centroamericanas. Muchas de ellas provienen de esas mismas comunidades donde implementamos proyectos para mitigar las consecuencias humanitarias de la violencia urbana. Entre ellas, las que han pasado por pandillas nos cuentan cómo en las maras encontraron las oportunidades que se les negaron en su barrio.

Una persona privada de libertad no puede ser ignorada por el resto de nosotros. ¿Qué pasaría si, en vez de verlas como marginados, las viéramos como un reflejo de las debilidades de nuestra propia comunidad, un símbolo de nuestro fracaso? El rostro de cada una de esas personas es el reflejo de sociedades inacabadas e incompletas, de injusticias que dejamos crecer y a las que respondieron con una violencia parecida a la de los conflictos que creímos haber dejado atrás.

Cualquiera que sea el motivo que las ha llevado a esa situación, las personas privadas de libertad deben beneficiarse de las garantías judiciales fundamentales. La vida, la dignidad y los derechos de cada una de ellas deben ser respetados; nadie debe ser sometido a la tortura física o mental, ni a tratos crueles o degradantes.

El único camino es una gestión penitenciaria centrada en la persona, garantizar su acceso a servicios esenciales de salud, facilitar las visitas de familiares, prevenir el uso abusivo de la detención y paliar la escasez de beneficios penitenciarios.

El trabajo del CICR se apoya en las Reglas Nelson Mandela, las normas mínimas para el tratamiento de reclusos aprobadas en 1955 y modificadas en 2015 por Naciones Unidas. Son recomendaciones esenciales que deberían guiar la aplicación de políticas penitenciarias en cualquier Estado.

Las mujeres y los hombres de Centroamérica creen en la convivencia y la solidaridad, en la educación y en el progreso. Aunque nos cueste aceptarlo, las personas privadas de libertad siguen formando parte de nuestras sociedades y siguen cumpliendo un papel en ellas. El Estado y la sociedad de la que emana no pueden claudicar ni olvidarse de los ciudadanos que un día le fallaron, sino que deben alejarse del enfoque puramente punitivo que dificulta la reinserción, reformar el sistema para humanizar las cárceles y apostar por una justicia penal eficiente y por la rehabilitación de las personas para que, una vez recuperada la libertad, no caigan en una situación de exclusión y se reintegren de forma productiva y positiva en la comunidad.