Restos explosivos de guerra, un reto para las próximas décadas en Colombia

08 marzo 2017

"Del 100 por ciento de vida que tenía, el 50 me hace falta... ya nada es lo mismo y quedé sufriendo el trauma psicológico, además del físico", dice Ángel Córdoba, un campesino que vive en Putumayo y que perdió la pierna izquierda tras haber pisado un artefacto explosivo en zona rural de Puerto Asís.

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Sus días, que transcurrían entre la siembra de alimentos en una finca y la crianza de sus hijos, cambiaron drásticamente tras el accidente que le hizo imposible volver a alzar bultos o trabajar en el campo.

Para ayudar a Ángel Córdoba a recuperarse, el CICR le brindó ayuda económica con la que pudo acceder a servicios de salud y fortalecer el negocio con el que se sostiene. Es un hombre que no teme llorar cuando cuenta su historia porque las cicatrices físicas son solo una parte de su vida.

Además de la región del sur del país donde vive Ángel, hay otros puntos neurálgicos del conflicto como Chocó, Arauca, Nariño, Antioquia, Cauca, Guaviare, Norte de Santander, Putumayo y Córdoba, que durante los últimos años han convivido de manera cotidiana con los actores armados y con un territorio contaminado por restos de guerra, artefactos explosivos improvisados y minas antipersonal.

Cada año se registran nuevos casos. La Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal (DAICMA) registró 63 heridos y 11 muertos por la detonación de estos artefactos durante 2016. Tres de cada diez personas que perdieron la vida fueron civiles y los otros siete, militares.

Víctimas de minas y otros artefactos explosivos en Colombia

Solo en 2016, el CICR trabajó con 23 víctimas directas en zonas pobladas. De ellas, dieciocho se vieron afectadas por accidentes con artefactos explosivos improvisados y cinco por restos explosivos de guerra.

Los técnicos del CICR pudieron observar que en las zonas más afectadas por este fenómeno, los niños temen ir a la escuela, las familias no pueden acceder a sus cultivos o a fuentes de agua, campesinos arriesgan sus vidas para buscar leña y alimentos, y comunidades confinadas no pueden moverse libremente por su territorio.

En ocasiones, muchos ni siquiera pueden caminar con confianza en el patio de sus propios hogares. En 2016, ese fue el caso de Raúl, quien sufrió heridas en la cara y las manos cuando una granada que había caído en el solar explotó mientras limpiaba la maleza del lugar. Su casa, en Norte de Santander, también tiene las marcas de impactos de bala.

Tras el Acuerdo de Paz, esta problemática es una de las más complejas para el país. En el marco de las negociaciones entre el Gobierno colombiano y las FARC-EP se llegó a un acuerdo sobre desminado humanitario. A enero de 2017, se habían priorizado 207 municipios, 22 de los cuales están en operaciones de desminado. Sin embargo, dada la enorme extensión de terreno afectado por la presencia de estos artefactos, la gran dificultad radica en conocer con certeza dónde están ubicados.

La población civil que vive en estas regiones poco o nada puede hacer para evitar que su día a día se vea condicionado por el temor a la presencia de artefactos explosivos. Las familias desplazadas que retornan a sus tierras lo hacen sin saber si la amenaza ha sido retirada o no. Por todo ello, la mitigación del riesgo resulta clave para evitar accidentes. Durante 2016, el CICR, junto con la Cruz Roja Colombiana, capacitó a 13.600 personas vulnerables para que aprendieran a mantenerse seguras.

Los niños también son víctimas

Gémerson lleva un poco más de un año aprendiendo a vivir sin la mano izquierda. La perdió a inicios de 2015 en el Cauca, luego de recoger una granada del suelo pensando que era un objeto con el que podía jugar.

Las consecuencias de este evento marcaron un antes y un después en la vida del niño. No solo tuvo que enfrentarse a la pérdida de una mano, sino también al rechazo de sus compañeros de colegio. La estigmatización lo afectó tanto que se negó a ir a la escuela durante meses.

El CICR le proporcionó una prótesis y el proceso de rehabilitación física. Además, lo apoyó con actividades que permitieron a sus compañeros de clase ponerse en el lugar de Gémerson y entender las dificultades que implica tener una discapacidad. Según la familia del niño, el apoyo psicológico que recibieron ayudó a que él pudiera hacer frente a su pérdida y evitó que lo siguieran molestando.

Hoy Gémerson es un niño alegre, inquieto, que no se ve a sí mismo como una víctima. "Ya es más activo, ayuda en la siembra, volvió a la escuela y se viste sin ayuda, porque dice que él puede solo", dice su madre, Viviana. 

Durante años, el CICR ha trabajado con las poblaciones más afectadas por esta problemática. Para la Institución seguirá siendo una prioridad acompañar a las familias como la de Gémerson, que han sufrido en carne propia las consecuencias de artefactos explosivos.

Las balas perdidas son una amenaza constante

Astrid es una de las más de 100.000 habitantes de la región del Catatumbo, en el nororiente de Colombia. Allí, la violencia desbordada entre diferentes actores armados ha provocado que las zonas pobladas se vean afectadas por el fuego cruzado.

A raíz de un enfrentamiento a mediados de 2016 en el casco urbano de San Calixto, esta joven de 22 años resultó herida en una de sus piernas, lo que ha dificultado su vida diaria. Ya no puede moverse como antes y tuvo que dejar de practicar deporte en el colegio por el dolor que le causa correr. "Cada vez que hay enfrentamientos, las balas llegan a mi barrio y tenemos que escondernos", dice Astrid.

Impactos de balas perdidas en algunas viviendas en el Catatumbo, Norte de Santander. Andrés Cortés/CC-BY-NC-ND

El CICR observa con preocupación que en muchas zonas del país la población civil se ve expuesta a la proliferación de armas y sus municiones, lo que afectan su cotidianidad.

Este fenómeno no es solo propio de zonas pobladas aisladas, sino también de algunas ciudades principales, donde la violencia limita la vida de personas que viven confinadas y sin poder moverse libremente. Este miedo también afecta psicológicamente a niños y adultos.

Cocinas seguras en Nariño 

Desde hace dieciséis años, Aura Marina vive junto a su familia en zona rural de Nariño, donde ha tenido que aprender a sobrellevar la zozobra que produce estar en medio del conflicto.

Allí, el gas propano es económicamente inaccesible para la mayoría de la población. Además, salir a recoger leña para poder cocinar es una tarea complicada, pues los habitantes de la región no solo deben estar atentos al fuego cruzado, sino también de caminar por las rutas conocidas para evitar convertirse en víctimas de artefactos explosivos.

"Ya nos adaptamos. ¿Qué más podemos hacer?", dice Aura. En 2016, ella y otras 70 personas recibieron una estufa ahorradora gracias al CICR. Con una pequeña cantidad de madera es posible cocinar por varios días. Esto evita que se vean expuestos a accidentes al caminar en zonas no seguras.

Cocinas seguras en Nariño

Aura Marina cocina en la estufa ahorradora de leña que recibió por parte del CICR. Rebeca Lucía Galindo /CICR/CC-BY-NC-ND

¿A qué llamamos "contaminación por armas"?

El fenómeno de la contaminación por armas, aunque usualmente es asociado a las minas antipersonal, es mucho más amplio: implica también la presencia de restos explosivos de guerra, granadas, armas pequeñas, proyectiles o morteros lanzados o abandonados y que no llegaron a explotar.

Los accidentes con estos artefactos suelen ocurrir dentro o fuera de una zona poblada y también son resultado de la violencia armada.

En Colombia lo más frecuente es la presencia de explosivos fabricados de forma improvisada que se activan de la misma manera que una mina antipersonal, las que son solo de fabricación industrial. Por eso, cuando en el país se habla de "minas", en realidad se está haciendo referencia a artefactos explosivos improvisados.

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