Su alteza real princesa Maha Chakri Sirindhorn, excelencias, señoras y señores:
Es un gran honor estar hoy aquí con ustedes. Antes que nada, quiero expresar mi sincero agradecimiento a su alteza real la princesa Sirindhorn por su amabilidad al invitarme a pronunciar unas palabras en este prestigioso evento.
En épocas de crisis, el compromiso de la Cruz Roja Tailandesa de prestar asistencia humanitaria es profundamente admirable y les agradezco todo su esfuerzo. No tengo más que palabras de agradecimiento por todos los años de colaboración y trabajo conjunto para dar respuesta en casos de emergencia y promover la protección de la población civil en situaciones de conflicto armado.
Felicito a Su Alteza Real, al Ministerio de Relaciones Exteriores y a la Cruz Roja Tailandesa por haber creado y sostenido hasta la fecha una de las plataformas de más larga data dedicadas a educar a los distintos públicos sobre las leyes de la guerra.
Durante más de veinte años, esta distinguida serie de conferencias ha demostrado un compromiso permanente con la promoción del DIH, mediante la promoción del diálogo entre expertos internacionales y la sociedad tailandesa, y la defensa de los valores humanitarios consagrados en los Convenios de Ginebra.
La fortaleza del derecho internacional humanitario crece junto con la conciencia pública de su importancia y con el peso político que le asignan los líderes de cada país.
Este tipo de conferencias cumplen una función esencial: mantener grabado en nuestra conciencia colectiva el poder de protección de las leyes de la guerra. En el contexto actual, en el que cada vez hay más guerras, y el derecho internacional y los tratados multilaterales se encuentran sometidos a una gran presión, es fundamental centrarse en los Convenios de Ginebra.
No se puede seguir ignorando la realidad: vivimos en una década caracterizada por la guerra.
Actualmente, el CICR tiene clasificados alrededor de 130 conflictos armados. Esta cifra es superior a la del año pasado y muy superior a la de décadas anteriores.
Si bien la cantidad de países afectados por conflictos armados se mantiene relativamente estable, está aumentando el número de conflictos simultáneos o de conflictos que se han intensificado recientemente en esos países. Muchos son prolongados y suelen atravesar varias generaciones.
Las guerras actuales también se caracterizan por las coaliciones bélicas, la fragmentación de los grupos armados y los millones de personas civiles que viven bajo el control de actores armados no estatales.
Pero, sobre todo, en esta década somos testigos de un aumento de la cantidad de guerras entre Estados, cambios políticos estructurales, alianzas difusas y rápidos avances tecnológicos, que en conjunto agudizan el riesgo de que surjan más conflictos armados de gran intensidad con consecuencias humanitarias devastadoras.
A medida que se multiplican las guerras y se profundizan las divisiones geopolíticas, el respeto por el DIH está en crisis y, con él, nuestra humanidad compartida. Los conflictos armados son ahora el principal factor que determina las necesidades humanitarias. Gran parte de este sufrimiento podría haberse evitado si se hubiesen respetado más las leyes de la guerra.
El CICR trabaja en las líneas del frente de diversos conflictos armados en todo el mundo. Conocemos la guerra muy de cerca y todos los días somos testigos de las cicatrices que deja en las personas, las familias y las comunidades.
En Myanmar, la situación humanitaria sigue siendo apremiante luego de varias décadas de enfrentamientos, a las que se sumó el terremoto devastador que tuvo lugar en marzo de este año. Las hostilidades continúan y, en algunos lugares, incluso se han intensificado. Mientras tanto, las restricciones impuestas a la circulación de personas y bienes siguen limitando el acceso a los servicios esenciales de muchas comunidades, como las de Rakáin.
En Gaza ya no queda ningún lugar seguro. Lo que allí presenciamos trasciende toda norma jurídica o moral aceptable. La población civil resulta muerta o herida en su propio hogar, en camas de hospitales o cuando salen en busca de alimentos y agua. Niños y niñas mueren porque no tienen alimentos suficientes. Todo el territorio ha quedado reducido a escombros. La guerra indiscriminada y las restricciones extremas a la ayuda humanitaria han creado condiciones insoportables y carentes de toda dignidad humana. Al mismo tiempo, sigue habiendo rehenes en cautiverio, a pesar de que el derecho internacional humanitario prohíbe terminantemente esta práctica.
Los ataques a gran escala con drones y misiles en el conflicto armado internacional entre Rusia y Ucrania están matando e hiriendo a personas civiles que se encuentran lejos de la línea del frente, además de destruir infraestructura esencial. A fines de julio, se habían informado al CICR más de 146.000 casos de personas desaparecidas (tanto militares como civiles), una cifra impactante que refleja las profundas consecuencias psicológicas y emocionales de esta guerra.
En Sudán, la población civil se enfrenta a una constante pesadilla de muerte, destrucción y desplazamiento. La violencia sexual se ha extendido en el país y provoca traumas que afectarán a varias generaciones. Los ataques directos a obras de infraestructura crítica como hospitales, plantas de suministro de agua y centrales eléctricas agravan las consecuencias devastadoras que sufre la población civil. Los desplazamientos, tanto dentro del país como a través de las fronteras, se han incrementado notablemente, lo que aumenta el riesgo de desestabilización regional.
Después de casi cuatro décadas de guerra en Afganistán, las personas civiles siguen atormentadas por la presencia de minas, municiones sin estallar y artefactos explosivos improvisados ya abandonados, que representan una amenaza mortal para las comunidades, en especial ahora que cientos de miles de personas regresan a su hogar tras haber huido de situaciones de violencia. Muchos niños y niñas suelen tropezar accidentalmente con esos objetos o recogerlos sin advertir el peligro que eso supone. El año pasado, el CICR registró más de 400 casos de niños heridos o muertos. También ayudó a alrededor de 7.000 sobrevivientes de explosiones de minas terrestres, labor que pone de relieve los efectos devastadores de estas armas, que cambian la vida de las personas para siempre.
La situación en Siria revela una de las consecuencias más desgarradoras y duraderas de los conflictos armados prolongados: el destino sin esclarecer de los desaparecidos. El CICR ha registrado más de 36.000 casos de personas desaparecidas, aunque probablemente, esta cifra sea solo una fracción de la cantidad real. Si el CICR hubiese tenido acceso ininterrumpido a todos los lugares de detención durante el conflicto armado, muchos de esos casos podrían haberse resuelto o incluso evitado. Aún en la actualidad, el suministro de agua y electricidad sigue en riesgo de colapsar. Al mismo tiempo, la situación de violencia que se ha desatado recientemente a lo largo de la costa y al sur de Siria pone de manifiesto lo frágil que es el camino hacia la paz en ese país y la rapidez con la que pueden estallar los enfrentamientos.
Tal magnitud de sufrimiento humano —en Gaza, Myanmar, Ucrania, Sudán, Afganistán, Siria y decenas de otros países de todo el mundo— nunca debe aceptarse como algo inevitable. No se trata de efectos secundarios desafortunados de la guerra, sino de las consecuencias de una profunda falta de respeto del derecho internacional humanitario.
Cuando se libran guerras con la mentalidad de obtener una “victoria total” o con el argumento de hacerlo “porque podemos”, se arraiga una peligrosa permisividad en la que se manipula la ley para justificar la matanza, en lugar de prevenirla. Los Convenios de Ginebra se crearon específicamente para prevenir el sufrimiento y la muerte sin sentido.
Cuando las hostilidades se llevan a cabo de forma indiscriminada y se permite ejercer la violencia sin control, las consecuencias son catastróficas. La muerte y la destrucción se convierten en la norma, no en la excepción.
En un mundo sumamente interconectado, la violencia desenfrenada rara vez se limita a un único campo de batalla, sino que genera fuertes repercusiones. Cuando el mundo tolera la agresión desmedida en un conflicto armado, da a entender a otros — ejércitos, grupos armados no estatales y sus aliados— que ese comportamiento es aceptable en cualquier otro lugar.
A medida que los conflictos armados se intensifican, también lo hace el uso de la información como arma. Hoy en día, las guerras no solo se libran sobre el terreno, sino también en el ámbito digital, donde se utilizan discursos dañinos y una retórica incendiaria para avivar las tensiones y justificar la violencia.
Los hechos más horrendos acontecidos a lo largo de la historia tienen su origen en un mismo elemento: la deshumanización. Despojar al prójimo de su humanidad crea un entorno en el que se justifican la tortura, los abusos y los asesinatos.
El animal humano no existe como tal. Jamás debería borrarse de la faz de la Tierra a ningún pueblo ni territorio.
En un mundo cada vez más influido por los algoritmos, la velocidad con la que se pueden difundir los discursos dañinos no tiene precedentes y trae aparejadas consecuencias peligrosas en el mundo real.
Somos testigos de cómo el vocabulario genocida acaba traduciéndose en realidades horrorosas en el terreno.
El odio virulento implícito en ese tipo de lenguaje destruye la empatía y crea un terreno fértil para que se cometan atrocidades; hace que la brutalidad resulte aceptable o, lo que es peor, que parezca inevitable.